El amor no pesa
Por Oswaldo Osorio
Entre todos los tipos de historias, tal vez no haya ninguna como las de amor, en el sentido de ser las más recurrentes en el cine, pero al mismo tiempo con tantas posibilidades de ser siempre diferentes. Porque el esquema en este tipo de historias raramente varía: una pareja se conoce, se enamora, luchan contra toda clase de adversidades para reunirse o no separase y finalmente, por lo general, terminar juntos. Esta película coreana, en principio, es otra historia amor, pero con las particularidades propias del cine oriental y de un maestro del séptimo arte contemporáneo como Kim Ki-duk, lo cual hace que sea un relato que nos habla mucho más que de amor.
Originalmente el filme tiene por título Casas vacías, que es más consecuente con el argumento y el espíritu de este relato, porque esas casas deshabitadas en las que el protagonista irrumpe para vivir su cotidianidad, dicen mucho de la cultura coreana, de las personas que las habitan y de la esencia misma de cada personaje. Con los protagonistas de por medio como excusa, lo que hace el director es introducirnos en la intimidad de esos desconocidos, porque nada tan íntimo como un baño, los cuadros o las piyamas de una persona. De manera que a esa vocación voyerista que por definición tiene todo espectador de cine, se le suma el placer casi inmoral de curiosear en el mundo de otros y disfrutar de esa intromisión.
Ésta es, además, una cinta en la que “lo oriental” es demasiado evidente y, como siempre, revelador: la contemplación, el silencio, el dominio del cuerpo, la espiritualidad, la amistosa relación con la naturaleza y, en fin, toda una serie de elementos que la película presenta como contexto o entre líneas, pero que tienen casi el mismo protagonismo que los personajes, porque es lo que en buena medida justifica el tono del relato y la lógica de las ideas que allí reproponen.
La mayor audacia y lo que más impacta y al tiempo conmueve en el filme es el silencio de sus protagonistas. Él nunca habla y ella sólo pronuncia un par de palabras. Aún así la historia de amor es construida con toda la fuerza y elocuencia necesaria para poder identificar los sentimientos que estos personajes se profieren entre sí. El amor no necesita palabras y menos si se trata de dos personas que ven el mundo de manera diferente que los demás pero igual entre ellos. La mirada, la actitud y la presencia sola son suficientes para establecer un fuerte lazo entre los callados amantes.
En principio ese prolongado silencio se puede antojar forzado, incluso algo inverosímil, pero la misma historia y la forma como está contada se encarga de darle un piso lógico a esa actitud de los personajes y, llegado el momento, a lo que es capaz de hacer el joven enamorado. Este personaje pasa por unas etapas que tienen como resultado una sorpresiva transformación. Primero parece sólo un joven trasgresor y vividor, luego se antoja un tanto sicótico y enajenado, para terminar siendo una suerte de espíritu libre y desprendido del peso físico a favor de una sabiduría emocional y espiritual.
Para hablar de esto, naturalmente Kim Ki-duk recurrió al cine que sabe hacer y que parte de la tradición del cine oriental, esto es, una mirada atenta y contemplativa ante la cotidianidad y el interior de sus personajes. Un ritmo tranquilo y consecuente con la mentalidad de esta cultura, así como unas imágenes de una extrema simpleza, pero con las cuales puede alcanzar niveles poéticos y hasta sublimes. Por eso es una película que, después de verla, necesariamente nos deja sumidos en el silencio, no sólo porque es contagioso, pues quisiéramos alcanzar ese estado de los personajes, sino también porque es una cinta que hace pensar sobre el efecto, aún irreconocible, que nos ha causado.