Sobre guerras, niños y fantasmas
Por Oswaldo Osorio
Desde que el cine de horror entró en su etapa de sangre y vísceras, ya es poco el miedo que produce, aunque de vez en cuando asuste, que es algo muy distinto. Pero ese miedo procurado a partir de la sugestión y la creación de atmósferas es dominado por pocos directores. Uno de ellos es Guillermo del Toro, un mexicano que luego de hacer un filme de vampiros (Cronos) y otro de insectos gigantes (Mimic), ahora recurre a los fantasmas.
No es tampoco un filme para “morirse del miedo”, porque, por un lado, el espectador actual es más difícil de convencer y, por otro, hay planteados otros géneros y temas. Pero aún así es una historia que en las secuencias del niño fantasma resulta realmente inquietante y turbadora. Además, la tensión permanece a lo largo del filme, sólo que cambia de registro, y esa tensión del horror pasa a ser del drama y luego del thriller.
El fantasma hace sus apariciones en un internado para niños huérfanos durante la guerra civil española. Hay muchas películas sobre la guerra y los niños, tal vez por la fuerza y el dramatismo que hay en la oposición entre ambos, pues la una parece más cruel y absurda y los otros más frágiles y desamparados. Su director dice que toda historia de guerra es una historia de fantasmas y, por eso, estos niños están rodeados de miedo y amenazas, tangibles e intangibles, ya sea por vía de la mezquindad y la violencia de los vivos o por los suspiros y apariciones de los muertos.
Para estos niños lo concreto es más tenebroso y amenazador, tanto la guerra como ese hombre ambicioso y cruel que hace de villano, que es justamente la única debilidad de un filme en general sólido y vigoroso, porque es un villano sin matices, estereotipado, el típico malo de película, que poco tiene que ver con esa historia recreada con buen pulso.
Ese buen pulso se evidencia en la tensión constante que logra el relato y en la concepción de unas imágenes inquietantes, que tienen el poder de transmitir el permanente sobrecogimiento de los personajes y el carácter turbador de sus atmósferas. Algunas de esas imágenes son imborrables, como esa bomba sin explotar clavada en medio del patio, la descarnada muerte del villano o ese niño fantasma que gime y se deshace a gotas en el aire con su chimenea de sangre en la cabeza. No estamos, pues, ante una película de encargo, sino ante la obra de un director apasionado por el tema que supo lo que quería y la forma exacta de lograrlo.