Por Pedro Adrián Zuluaga   

La opinión pública colombiana, incluso aquella que funge de ilustrada, se entregó a un arraigado prejuicio frente al cine nacional: aunque reconoce en él avances técnicos en sonido e imagen, y está dispuesta a alegrarse por sus eventuales triunfos en escenarios internacionales -sobre todo los de Catalina Sandino-, no tolera su empecinamiento en volver una y otra vez sobre las distintas formas de lo marginal, lo violento y lo ilegal.

La discusión ya era vieja en 1998 cuando los directores Víctor Gaviria y Ricardo Coral Dorado fueron invitados a un foro en la Feria del Libro de Medellín, donde trataron de justificar por qué en su elección de temas, siempre, especialmente en el caso de Gaviria, prevalecía aquello que estaba por fuera de la ley: “Creo que el cine -respondía Víctor- tiene la misión de sacarnos del enredo de estar recibiendo una cantidad de noticias sobre la violencia, pero nunca comprender lo que la violencia quiere decir, de superar esa estupidez mental de estar dando vueltas alrededor de unos hechos que no se entienden, porque los periodistas no pueden, no son capaces y no deben, digámoslo, salirse de ese automatismo de una serie de noticias y de hechos que están desvinculados de la historia, o sea desvinculados de un proceso que nos permita entender de dónde vienen, hacia dónde van, cuáles son realmente los personajes y los protagonistas de esos hechos, cuáles son los sentimientos que están ahí. El cine tiene la obligación -ya que la televisión comercial no lo hace- de darle un sentido a esa violencia”. (1) 

Ocho años después, la discusión sobre este asunto no ha avanzado un centímetro. La polémica se tensa entre dos polos: algunos directores reivindican su compromiso con un cine socialmente importante, de grandes temas, esclarecedor en su búsqueda de la verdad o en su interpretación de la misma, mientras los espectadores o sus representantes, los periodistas de opinión, reclaman su derecho al cine como evasión, al entretenimiento puro. Por su llaneza y porque evidentemente asistimos a una infantilización general de la sociedad, esta última opinión tiene mucho más arraigo. 

Antes del foro mencionado, los referentes de la inclinación por lo violento y marginal en el cine colombiano de los últimos años eran películas como Rodrigo D No Futuro (1989), La gente de la Universal (1995) y La vendedora de rosas (1998), donde todos los supuestos valores fundadores de una sociedad civilizada aparecían desencajados y emergía a la superficie el feroz individualismo de la supervivencia inmediata. No existe en estas cintas ni la más remota noción de Estado como entidad centralizada y unificadora; éste sólo aparece en la sombra, transfigurado en una instancia represiva, como aquello que debe ser burlado. 

En los años transcurridos entre 1998 y este 2006, la opinión pública tiene, cuantitativamente, muchas más razones para estar agotada por el furor realista de nuestro cine y por la reiteración del cliché de colombiano mafioso, tramposo, pícaro. El éxito mediático o de público de películas como La virgen de los sicarios (2000), El Rey (2004), Rosario Tijeras (2005) o María llena eres de gracia (2004) ha sembrado la idea de que no hay otro cine colombiano, a pesar de los altos registros de taquilla de las películas producidas por Dago García, como El carro (2003) o Mi abuelo, mi papá y yo (2005). Pero estas películas, por su baja “respetabilidad estética”, no parecen representar un buen contrapunto o una alternativa viable para un cine que concilie el gusto del público exigente.

Este público exigente reclama historias sencillas, gente común, clase media. Reclama la dignidad de pagar la cuota del carro, el heroísmo del adulterio, los paseos a la finca. Reclama una voz para aquello que ocurre sin estridencias pero compone también el marco total de la vida. 

Hay un director colombiano, Jaime Osorio, que ha intentado esa épica de la intimidad. Una vez con suerte, en Confesión a Laura (1993); otra vez con cajas destempladas, en Sin Amparo (2005). Asimismo hay una larga lista de cortometrajes recientes que construyen, con mayor o menor éxito, el mundo de lo privado, sin apenas relación con un afuera conflictivo. Ese sería otro filón de análisis, imposible de seguir en el espacio de este artículo. Se puede mencionar, sin embargo, ya que resulta sintomático, el corto Aniversario, del realizador Augusto Sandino, ganador en 2005 del Premio Nacional de Cortometraje del Ministerio de Cultura. Allí se puede ver a una pareja, aislada de cualquier contexto social identificable con la realidad del país, asaltada por la violencia de los sentimientos, por la intolerancia de la convivencia. La incomodidad de la violencia, aquello que, aparentemente, no se quiere ver más, contamina lo simple y cotidiano de una cena con la que una pareja pretende celebrar su aniversario.

Este corto, quizá sin proponérselo, demuestra algo elemental: que lo público y lo privado no se pueden compartimentar, que una sociedad es violenta porque ha construido una red de relaciones donde la inequidad se extiende o atraviesa desde el cerrado círculo familiar hasta el campo expandido de lo político. No entender eso, y no asumir en consecuencia que el cine debe, o en todo caso puede, asentarse en una realidad histórica como única forma posible de trascender, sería condenar al cine al papel del recreacionista; y sin duda, tenemos demasiada televisión para querer un cine que se le parezca. 

Incluso el cine que de manera más clara identificamos como la quintaesencia del entretenimiento, el cine norteamericano, cumple una función comunicativa esencial. El cine norteamericano exorcizó parcialmente los fantasmas de la guerra de Vietnam mediante una reiteración de películas sobre el tema que buscaban explorar las distintas dimensiones de una tragedia humana y política, con las posibilidades propias de la ficción cinematográfica: libertad de invención, identificación sentimental y finalmente catarsis o liberación. Todo ello ocurría sin que, en otro nivel, el meramente industrial, el principal objetivo no fuera la adhesión de un público que pagara la boleta.

Detrás de los reclamos que se le hacen al cine colombiano reciente es posible identificar un menosprecio por el cine, como parte de un proceso más general de menosprecio por la cultura y el pensamiento. La sociedad del entretenimiento que es ya una realidad que sería patético objetar reivindica una memoria frágil: el mundo aparece como un hecho dado que es inútil explicar o resistir. La nueva inteligencia consiste en que el mundo suceda sin fricciones. En un estado de cosas así, la memoria es un asunto moral, que incomoda porque testifica que el actual no es el mejor ni el único de los mundos posibles.

Nuestra saga cinematográfica sobre la violencia, el narcotráfico, la marginalidad asume la convicción de que sin interpretar artísticamente, es decir humanamente, los años recientes, no hay posibilidad de un presente digno. Películas como La primera noche (2003) o La sombra del caminante (2005) le dan un rostro humano a lo que en los medios de comunicación aparece encubierto, o por la cifra estadística o por la sobreinterpretación del periodista o el político. La primera noche, historia de dos desplazados de la violencia que llegan a Bogotá, nos permite ver a los personajes en su realidad anterior al desplazamiento. Su vida en el campo, en contacto inmediato con un mundo donde tenían un lugar, permite sentir con fuerza el desgarramiento, la pérdida, la degradación de su nueva condición de desplazados. Como reclamaba Víctor Gaviria, vemos el proceso, llegamos a saber de dónde vienen y a presentir para dónde van estos personajes. Allí estaba la historia íntima de dos personas sacudida por el flujo de los hechos sociales, pues la intimidad no ocurre en el vacío.

 

La sombra del caminante intenta algo parecido, aunque de una manera más atropellada. La opera prima de Ciro Guerra se resiente de ser una película que pasó de durar casi tres horas a un metraje final de 90 minutos. El resultado es que el público no alcanza a percatarse de la maduración de unos personajes, de sus relaciones y revelaciones. Como en buena parte del cine colombiano de estos últimos años, en esta película los protagonistas representan más un conflicto ideológico propio del director y el guionista que su propia autonomía como personajes.

Porque el peligro que trae aparejado el intento de inspirarse en la realidad más inmediata y conflictiva, para los directores colombianos, es la solemnidad y la falsa conciencia de sentirse obligados a los grandes temas, a la corrección política, a un cine ideológicamente irreprochable. En películas como Hábitos sucios (2003) de Carlos Palau, o El trato, de Francisco Norden, se pierde toda mesura en la edificante decisión de pretender incluir todo el conflicto colombiano en 90 minutos de ficción. Aparece entonces una sobreexposición, una mezcolanza indigerible donde todo se vuelve intercambiable, y es lo mismo un para que un guerrillero, un policía que un ladrón. La cualidad propia de cada cosa se borra. 

En una película como El trato todos son corruptos, todos son oportunistas. La tensión dramática que, como piensa el polaco Zanussi, sólo es posible si se plantea en términos morales, es decir, si hay personajes, al menos unos pocos, capaces de decidir éticamente, en una película como la de Norden está descartada de plano. Por tanto son más difíciles la identificación emocional o la catarsis. Un cine así es simple registro complaciente de la degradación. 

Sumas y restas (2005) podría haber caído en la misma indiferenciación, sólo que en ella los personajes están mejor delineados, tienen un espesor humano que hace que incluso en su desbarrancadero ético nos resulten cercanos, especialmente el ingeniero Santiago interpretado por Juan Uribe. Santiago cede a la tentación del dinero fácil, pero su decisión es dramática, y dramatúrgicamente importante, porque en el proceso entendemos que pudo haber decidido lo contrario. Los otros personajes, los pequeños o grandes traquetos de Sumas y restas, son menos interesantes aunque puedan ser más vivaces y coloridos. Ellos pertenecen más al folclor urbano, a la caricatura, al registro complaciente, en el que por cierto son tan hábiles películas tipo Como el gato y el ratón (2002) o las de Dago o tanto cortometraje reciente que mira el mundo popular desde arriba sin hallar en él ninguna especificidad, ninguna ternura diferente a la del sentimentalismo.

El cine colombiano amenaza con irse de bruces por ese barranco del conformismo, por limitarse a decir: “Somos así”. Sabemos que el pesimismo es el tono y registro habitual del cine contemporáneo, especialmente aquel que dentro de la industria se etiqueta como cine de autor. Pero el cine de autor pesimista, desesperanzador, donde igual que en El trato se puede entender que todos somos oportunistas, corruptos e intercambiables, tiene habitualmente elementos de racionalización, una frialdad de la puesta en escena, un distanciamiento brechtiano, por decirlo de alguna manera, que le permite al espectador otro tipo de relación con lo expuesto, más desde la inteligencia que desde la emoción. 

Pero un cine narrativamente convencional, como la mayoría del cine colombiano, que busca la participación emocional del espectador, requiere de entidades dramatúrgicas opuestas que, por lo menos en el plano de la expresión artística, señalen posibles caminos de reconstrucción ética, antes de dar el paso a un cine mayor de edad que sea capaz de mirar el abismo de frente. 

No bastaría entonces con cambiar el inventario de temas para tener milagrosamente un cine distinto; el reto es algo más complicado, consiste en encontrar para cualquier tema, por ejemplo la corrupción o la ilegalidad, una dramaturgia apropiada para inaugurar la comunicación entre las obras y el público

(1) Víctor Gaviria en La realidad, la ficción, la ficción, la realidad. Kinetoscopio No 48. Centro Colombo Americano. Medellín. 1998.

 

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