La vida como un camino de atajos

Por: Julio García Espinosa

En 1996 se cumplen los cien años del cine en nuestro amplio continente. Aunque hay países en que todavía no se ha realizado aún un primer largometraje, 1995 significó para América Latina celebrar, sobre todo, el cumpleaños de los otros. Enhorabuena, en particular para aquellos filmes que han enriquecido la historia del arte y, en consecuencia, nuestra propia vida.

En verdad no es mucho lo que Latinoamérica y el Caribe tiene para celebrar, después de cien años intentando hacer cine. Apenas cuatro o cinco países han logrado establecer una infraestructura técnica y una cierta –o más bien, incierta- producción; más del noventa por ciento de la películas mudas se han perdido y, de las sonoras, vamos ya por más del cincuenta por ciento; en la exhibición no se ha garantizado un espacio para la producción nacional, como tampoco se ha podido establecer el derecho a ver cine de todas partes del mundo.

En Francia y en los Estado Unidos, desde los inicios, la cámara y el proyector fueron una sola cosa; en nuestro país, las cosas son diferentes. En los países desarrollados producción y exhibición estuvieron siempre unidos; en los nuestros separadas.

A nuestras tierras llegó primero el proyector y éste resultó infiel a los intereses de la producción nacional. Desde entonces, el proyector se le ha impuesto a la cámara. Por eso la verdadera contradicción nunca ha sido con el productor sino con el exhibidor. Las alegrías del exhibidor siempre han sido nuestras penas. Destino amargo el de una exhibición que ha debido darle la espalada al cine nacional. 1895 no se iba convertir fácilmente en nuestro propio patrimonio. ¿Tendrá algo de premonición que la fecha fuera un 28 de diciembre, el día de los santos inocentes?

El despegue del cine latinoamericano en los años treinta y cuarenta, en países como México, Argentina y Brasil, marcó un momento de conciliación entre producción y exhibición. El cine nacional no sólo demostraba que era capaz de comunicarse con su propio público, sino que también era capaz de alcanzar un público mayor, el de toda Ibero América. Fue un cine de productores más que directores. Fueron estos los que lograron un equilibrio entre exhibidores y directores.

¿Qué querían los productores? Lo mismo que los exhibidores. Un mercado. Pero los productores no se dedicaron a lograra que el mercado los conquistara a ellos, sino a que ellos fueran capaces de conquistar un mercado para el cine nacional. Es cierto que no dejaron de utilizar elementos para los cuales ya existía una cierta complicidad: el humor, la música y el melodrama. Pero fueron vestidos con trajes propios. En ele humor, cómicos venidos del teatro vernáculo (Cantinflas en México, Sandrini en Argentina, Oscarito en Brasil). En la música, la arrabalera, que no podía ser otra; y los dramas impregnados de gauchos, rancheros y cangaceiros. Es decir, se trataba de ofrecer lo que nos distinguía, de subrayar nuestras diferencias. Lo contrario a lo que haría después el Nuevo Cine Latinoamericano.

De esa forma se fue desarrollando un cine popular de indiscutibles señas populistas. Más complaciente que perturbador, llegó a conciliar en la pantalla las realidades que eran irreconciliables en la vida. No estaba entre sus aspiraciones la de ejercer como agente activo de nuestra propia madurez. No obstante, el interés que hoy nos provoca va más allá de la simple nostalgia. Algo aleteaba en esos proyectores que convocaban con igual fuerza tanto la risa como el llanto. Un alma carismática pero ingenua o ingenua pero carismática asolaba con fervor nuestra sensibilidad. Era una manera de acercarnos a nosotros mismos. Era una forma de estimular aspectos nada desechables de nuestra identidad. Lo mismo podíamos descubrirnos en una mirada de María Félix que en un tango de Gardel era –y era tal vez lo más importante- sentir que no estábamos solos en este mundo.

La evolución natural de este cine en una cine más adulto fue interrumpida como si fuera ésta su natural evolución. Fue como una fuga incolora, como un deshacerse en la nada, o más bien, como un desplazamiento, sin que se sintiera, como si no pasara nada. Una vez más la vida obligaba a nuestra región a utilizar atajos, vericuetos, saltos en el tiempo. No era una sorpresa. El andar, como hacedor de caminos, se nos había vedado siempre. Nunca habíamos tenido la oportunidad de seguir un camino orgánico, siquiera lleno de obstáculos, pero camino al fin. Es decir, se nos había impedido sistemáticamente una real evolución. El cine de esas décadas fue disolviéndose en las aguas nada transparentes de las trasnacionales norteamericanas. Se creó de nuevo una disociación entre producción y exhibición. El mercado del cine nacional volvió a escindirse. Pero esta vez los cineastas optaron por un atajo más radical.

Los sesenta fueron años en los que el fantasma de la liberación nacional recorrió el continente. Los cineastas sintieron que sus ideas sobre el cine debían coincidir con sus ideas sobre la vida. Quisieron, al igual que los artistas de principios del siglo, hacer suyos los postulados que vinculaban el arte con la vida. América Latina, como ninguna otra tierra en el mundo, alentó el soplo de los nuevos tiempos. Y cineastas del continente, en medio del exilio, encarcelados, torturados, asesinados, desaparecidos, hicieron surgir lo que hoy se conoce como Nuevo Cine Latinoamericano.

¿Qué quería estos cineastas? Querían liberar sus países, querían una democracia que no se limitara al simple juego de las elecciones, que ésta no dejara de expresarse en la vida de todos los días. Tenían la convicción de que era la única manera de satisfacer la necesidad de un espacio para la cultura. No les habían dejado más opción después de más de sesenta años de inventado el cine.

El cine que proponían era un cine menos complaciente y más irreverente. Un cine cuestionador, que rescatara la historia y pusiera en evidencia las contradicciones más contemporáneas. Un cine que no se empeñara en ofrecer modelos como hacían el cine norteamericano y el soviético, sino que dejara abiertas las ventanas de la vida. Un cine que, al contrario del cine de los años treinta, no insistiera en las diferencias sino en las converge4ncias. Que nos expresara en tanto que seres humanos como existen seres humanos en cualquier parte del mundo. Solo que inmersos en realidades distintas. De hecho era un golpe mortal al folclorismo y al nacionalismo más extremo. Era tal vez el paso más avanzado en el camino de la modernidad del cine latinoamericano.

Fue una época en la que las estructuras dramáticas estallaron en mil pedazos. No se podía continuar con estructuras armónicas y lineales, en un mundo y en una realidad tan fragmentados y poco armónicos. Por ese entonces Godard decía: “Me gusta que las películas tengan un principio, una mitad y un final. Pero no necesariamente en ese orden”.

Hollywood se había convertido en el gran centro de cine por encargo. Desde 1927, el famoso código Hays había intentado poner fin al rostro libertino del primer Hollywood. El Nuevo Cine Latinoamericano se sintió más cerca del cine independiente norteamericano, al tiempo que no dejaba de sentirse también un aliado potencial del aliento beat que tuvo lugar por esos años en el terreno de la literatura. En el fondo no se trataba de querer impresionar a nadie, sino de renovar la comunicación de todos. La libertad del creador no podía dejar de estar unida a la libertad del espectador.

El cine cubano rechazó la opción del realismo socialista y casó su destino con el cine que empezaba a vibrar en toda América Latina. Los cineastas latinoamericanos, a su vez, encontraron en el cine cubano la certeza de que lo imposible era posible. ¿Qué había traído la independencia del cine cubano? La garantía de poder ver películas de todas artes del mundo y la certeza de poder desarrollar y consolidar una cinematografía nacional. ¡Cómo? Terminando con el sistema que impedía disponer de una buena película si no era mediante la compra de lotes completos, exigiendo la práctica de los royalties en lugar del habitual y draconiano porcentaje en taquilla. Eliminar estas dos posiciones de fuerza, que todavía sufren la mayoría de las cinematografías del mundo, era indispensable para garantizar la independencia en el cine. En realidad,, más allá de todo cacareo y más acá de toda desmesurada promoción, era ésta, y es ésta, la política fundamental para garantizar el libre comercio, un mercado libre y una competencia en condiciones de igualdad. Los exhibidores no creyeron en el proyecto y fueron nacionalizados. Hombres de poca fe. Porque, de permanecer, hubieran comprobado que los espectadores, lejos de alejarse de las salas de cine, aumentaron como nunca su frecuencia a las mismas. Fue éste, el del movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, un momento histórico, y como tal, marcó un hito en la cinematografía mundial. Justo es celebrarlo en estos cien años, junto a movimientos similares como el Neorrealismo italiano, el Nuevo cine español, la Nouvelle Vague el Free Cinema Inglés, el Nuevo Cine Alemán, el cine independiente norteamericano, así como la revelación del cine japonés. Todos ellos quisieron hacer un cine –y lo lograron- como alternativa al modelo dominante. Ninguno se doblegó al mercado establecido. Todos demostraron que se podía hacer un cine más variado que el de las transnacionales. Todos plantearon –al igual que las distintas teorías que surgieron en América Latina- hacer un cine económico, tratando de romper el desequilibrio entre lo personal y lo colectivo.

Pero una vez más la vida nos obligaba a dejar el camino y buscar nuevos atajos. Como si estuviéramos destinados a empezarlo todo y a no terminar nunca nada. Como si estuviéramos obligados, ahora, a ser post modernos sin haber llegado a ser modernos.

Vino el fin de la guerra de Vietnam, el desplome del campo socialista y Cuba entró en el periodo más difícil de su historia.

En los años sesenta y parte de los setenta, la política había atravesado nuestras visas latinoamericanas más desde el punto de vista ideológico que desde el punto de vista de las tensiones diarias. Ahora pasaban a un primer plano las tensiones de la vida cotidiana. Ideología y pequeñas realidades empezaban a entrar en contradicción. Se incrementaba la distancia entre los grandes momentos y los momentos de la vida común y corriente. Los nuevos atajos podían estar cargados de vida pero también de mediocridad.

Si siempre habíamos estado disfrazados en realidad con los otros, ahora un afán de no quedarnos aún más rezagados nos podía llevar a una caricatura de modernidad o, lo que es igual, a imitar la seudo modernidad que viene de la seudo cultura. Afrontar alas contradicciones que genera la modernidad que viene de afuera y las exigencias de nuestra propia realidad que viene de adentro, sería más difícil que nunca. Renovarse sí, ¿pero en qué dirección? Cambiar de realizadores, cambiar de actores, podía no tener otro sentido que el de cambiar los rostros para que no cambiara nada. Los atajos se dispersaban y tratando de ganar tiempo podíamos perder el camino para siempre. ¿Qué hacer con nuestras angustias? ¿Qué experiencia aprovechar de nuestro último cine latinoamericano?

“La primera edad de la tiranía fue aquella en que se comenzó a utilizar el sistema monetario” decía con razón Bertrand Russell. Pero en los sesenta el Nuevo Cine Latinoamericano no sólo se enfrentó a un mercado históricamente condicionado sino que, en la euforia, eliminó el concepto mismo de mercado. Cortamos todos los hilos del mercado como si el arte fuera más libre sin ataduras monetarias.

Olvidamos que esto no puede darse si no es mediante un largo proceso y que para pasar del pueblo convertido en público, al público convertido en pueblo, no era necesario desconocer las realidad del mercado. Ignorar el mercado no es desaparecerlo. Es cierto que el arte no es una simple mercancía. Pero si los comerciantes aprovechaban impúdicamente las desigualdades del gusto, los cineastas no tenían por qué desconocerlas. Así también, el Nuevo Cine Latinoamericano perdió en general, salvo contadísimas excepciones, la figura del productor pasó todo el poder a los directores, como si tal ingenuidad fuera suficiente para garantizar la obra de arte en el cine. Frente al poder absoluto del productor hollywoodense, el otro extremo: la eliminación del productor; frente a la omnipresencia del mercado, el desconocimiento más absoluto del mercado. Pudo ser y fue. Y fue bueno mientras duró. Pero ahora el atajo nos exigía, para no perder el camino, ser más consecuentes con estas realidades. ¿Una alternativa de la autenticidad? Puede y debe serlo. Aunque siempre, lejos de los fariseísmos de las transnacionales, donde los buenos de sus películas se miden por el rechazo al dinero, mientras que los actores que interpretan a esos buenos se miden por la cantidad de dinero que ganan.

Las cosas se presentan como si existieran nada más que dos alternativas: un cine para el mercado establecido o un cine al margen del mercado. Los extremos siempre se presentan más que como buscadores de la verdad, como poseedores absolutos de la misma. Una tercera opción puede existir: lograr un mercado para el cine que queremos. Nuestros cineastas de los años treinta demostraron que era posible. No es cuestión de repetir sus fórmulas. Desde entonces ha cambiado mucho el cine y ha cambiado mucho la realidad. Y también ha cambiado mucho el mercado. Las nuevas tecnologías han ampliado y han hecho más heterogéneo el mundo del audiovisual. Aunque lo curioso es que habiendo más opciones de difusión exista una mayor uniformidad en la producción. La lógica parece indicar que a una mayor diversidad en los medios llegará el momento de una mayor variedad en la producción. Las sensación actual es como la de haber llegado a un punto de máxima saturación, de máxima concentración y centralización de los recursos y de las ideas.

Reacatar la figura del productor sería indispensable. Él, como lo fue en esos lejanos años, ahora más maduro y más riguroso, será el puente ideal entre director y exhibidor, entre cámara y proyector. Porque hacer un mercado para el cine que deseamos no es imponerle a la realidad nuestros caprichos, sino dejar que ésta entre en nuestro espíritu con la misma fuerza que entran las locuras de nuestra imaginación. La respuesta a un cine que lo subordina todo a los negocios no puede la de un cine que lo subordina todo al espíritu. La respuesta deberá ser, ante todo, la de un cine que los subordine todo a la vida. Frente al oportunismo que lo subordina todo al mercado, la alternativa –dado el enorme desafío que plantean hoy las trasnacionales hasta para las propias cinematografías de los países europeos- tampoco puede ser la de los que se sitúan al margen del mercado. Marginarse del mercado no debería de existir en la actualidad, ni siquiera en las escuelas de cine. Éstas debían preparar a los futuros cineastas para que buscaran en la vida y un fuera de ella, las posibilidades de su propio talento.

¿Ilusiones? El cine surgió como el arte democrático de este siglo. Esto quería decir, entre otras cosas, que era el pueblo quien podía y debía costear ese nuevo arte. Así ocurrió que el 28 de diciembre de 1895 se cobró a un franco la entrada. Así se iniciaba un arte que podía librase de los mecenazgos, tanto estatales como privados. Pero los mercaderes se las ingeniaron para que el pueblo costeara su propio empobrecimiento. Por eso darle la espalada al mercado no tiene más sentido que seguirle dejando el camino libre a los mercaderes y abandonar definitivamente el carácter democrático de este arte que nos regaló el siglo. Han pasado cien años. América Latina no puede ufanarse del balance que ha logrado. Tal vez en los próximos cien años tengamos mejor suerte. Esperemos que el culto a las personalidades que promueven las actuales sociedades sea sustituido por el culto definitivo al hombre. ¿Idealismo? Tal vez. Pero como suele decirse: una cosa es idealizar al mundo y otra que los ideales de uno logren tener un lugar en el mundo.

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