¿Asesinar? ¿Qué diría Sócrates? 

Por: Oswaldo Osorio 

Esta película es un pico dentro de la carrera de Woody Allen. Es el episodio final de la primera etapa de su cine, ésa en la que nos regaló un ramillete de “comedias cómicas” cargadas de hilarantes gags y de un ingenioso sentido para crear situaciones absurdas y tontas. Son comedias que tienen la capacidad de producir carcajadas, a diferencia del sentido del humor que se le ve desde Annie Hall (1977), su siguiente película, a partir de la cual su cine adquiere una madurez y profundidad que se antepone, aun en sus comedias, al humor chispeante, físico y dislocado de esta primera etapa.

La última noche de Boris Grushenko (Love and death, 1975) cuenta la historia del hombre más cobarde de San Petersburgo. Una Rusia decimonónica amenazada por Napoleón es el escenario escogido por Allen para hacer una parodia sobre la cultura de esa nación, para lo cual echa mano de todos los referentes literarios y cinematográficos que puede, desde Tolstoi y Dovstoiesvki hasta el mismo Sergei Einstenstein, todo aderezado con la música de Prokofiev y con algunos toques importados de su bienamado Igmar Bergman.

Como todos los personajes de sus comedias (y de muchos de sus dramas), que en últimas, salvo por leves variaciones, viene a ser el mismo, Boris es un hombrecito cobarde, inseguro, libidinoso y colmado de minúsculos conflictos cotidianos y grandes conflictos existenciales. La única gran diferencia es que aquí es católico y no judío. Tiene, por supuesto, un amor no correspondido, su prima Sonja, y la mala suerte de ser contemporáneo de Napoleón y sus deseos de conquistar Europa. Así que tiene que ir a la guerra, lo cual es una tragedia, pues lo separa de su gran deseo, estar con Sonja, y lo pone de cara a su gran miedo, enfrentar la muerte. Esto es, amor y muerte, los dos absolutos de la existencia, como ya lo anuncia su título original.

Mientras Boris busca el amor y le rehuye a la muerte, puede tranzarse en las más complejas discusiones filosóficas con su prima. El sentido de la vida, la naturaleza del ser o  la existencia de dios, son debatidos en raudos e hilarantes diálogos entre gag y gag. Pero sobre todo, prevalece una reflexión de fondo sobre la muerte, ya sea la propia o la que se le causa a otros. “Nunca debes matar a nadie si eso implica quitarle la vida”, era la sabia filosofía de Boris. No importa si ese otro era el tirano Napoleón. No importa si en la guerra mató, accidentalmente, a cinco generales luego de esconderse en un cañón y terminar como bala humana. El caso es que resulta una película tan divertida e ingeniosa con el humor físico como con el verbal, lo cual es consecuente con esa transición que estaba a punto de hacer a partir de su siguiente filme. 

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