Una conversación en París

Por Oswaldo Osorio Image

Las segundas partes no son buenas. Ésa es una regla de apuño en el cine que sólo es quebrantada por aquella que dice que hay excepciones a la regla. Antes del atardecer (2004) es la secuela de una pequeña joya del cine que el mismo Richard Linklater hizo hace nueve años titulada Antes del amanecer. Podría hasta decirse que en muchos aspectos es mejor esta suerte de continuación, aunque más bien se puede pensar en la palabra díptico, por lo compenetradas que están la una de la otra y por como se complementan, sobre todo por la forma en que la segunda utiliza de manera brillante y reveladora los referentes de la primera para hablar del amor, de la vida y todo lo demás.

Antes del amanecer es el encuentro de dos jóvenes, un norteamericano y una francesa,  que todavía tienen mucho por resolver en sus vidas y que pasan una larga noche en la ciudad de Viena. Caminan, conversan, se enamoran, beben, hacen el amor y conversan más. El filme termina con una triste despedida pero con la promesa de un encuentro seis meses después. Sin embargo, es en Antes del atardecer cuando nos damos cuenta de que ese encuentro nunca se dio y nueve años después, en París, se vuelven a ver porque el joven, que ya no lo es tanto, escribió un libro sobre aquella noche. Vuelven a conversar mucho, vuelven a caminar y vuelven a enamorarse. Pero en buena medida, aunque en esencia conservan el mismo espíritu que los unió, son dos personas distintas en relación con la vida que tienen, las decisiones que han tomado y lo que han experimentado en esos años.

Aunque los temas de que hablan y no paran de hablar son los mismos, la perspectiva desde donde los miran y la posición que hacia ellos asumen son distintas. Por eso, mientras en Antes del amanecer hay un declarado sentimiento de esperanza ante la vida por vía de un romanticismo, que si bien es pragmático e irónico, está ungido de ese apático optimismo propio de la llamada Generación X; en Antes del atardecer tienen la certeza de que, si bien hay que mantener la esperanza en el amor, por experiencia también saben que la vida puede ser tremendamente frustrante, al punto de tenerlos acorralados afectivamente y todavía buscando las respuestas de tipo existencial.

Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), entonces, son ya dos personas adultas que saben lo que quieren y cómo lo consiguen, pero las circunstancias no se los permite. A la perspicacia y avidez de su juventud ahora se le suma una madurez que, combinada con la inteligencia habían mostrado, se traduce en lucidez. Sin embargo, y esa es la gran paradoja de esta historia y sus dos personajes, esa lucidez sólo se puede ver en su larga y entretenida e ingeniosa conversación, que no en la vida que efectivamente llevan. Porque sus frases y conceptos sobre la vida y el amor, principalmente, son pura filosofía y poesía. De ahí que dicha conversación sea disfrutada más por el espectador, que se deleita con aquellas palabras y las ideas que plantean, que por esta pareja que en últimas parecen ir de decepción en decepción a medida que se van descubriendo ante el otro y miran en retrospectiva lo prometedora que era la vida aquella noche en las calles de Viena.

El argumento de esta película es esa ininterrumpida y entretenida conversación que se desarrolla en tiempo real. Después de nueve años tienen mucho qué decirse y a pesar de que no hacen más que hablar, esa tensión que hay entre ellos, por el encuentro y el nuevo potencial enamoramiento, mantiene todo el tiempo el interés en cada frase, en cada gesto y en cada sutil giro que da la conversación y con ella los afectos y las emociones de estos dos personajes.

Pero aunque sea una película donde la acción está en los diálogos (cosa que no recomiendan los puristas del cine), esa larga conversación, que fue construida por el director y sus dos protagonistas, es una obra sólida, reveladora, honesta y espontánea. Es cine de la más alta calidad y sensibilidad, es un cine que conmueve y pone a reflexionar al espectador durante un buen tiempo.

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