La película que se muerde la cola
Por Oswaldo Osorio
Encontrar una película original en Hollywood, como lo es ésta, resulta siempre difícil. Pero encontrar una historia realmente original, es una suerte de escaso milagro. Hago la salvedad sobre esta pequeña, pero significativa diferencia, porque en la nueva película de Spike Jonze, muchos (incluyendo la Academia con toda su ingenuidad y esnobismo) están viendo una obra originialísima que llegó a subvertir las convenciones de la industria, sin tomar en cuenta que, además de esas innegables virtudes que la hacen diferente, también está cargada de esquematismos, solapada autocomplacencia y concesiones al público y a la industria.
Ya con ¿Quieres ser John Malkovich? (1999), el director Spike Jonze y su guionista David Kaufman, habían llamado la atención con la originalidad de esta historia, sustentada además por una lógica y un discurso poco comunes, pero que a la postre terminaban traicionando para recalar en esquemas más conocidos y digeribles. Con El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2003) les ocurre lo mismo, sólo que la traición es mucho más grave y decepcionante.
Yo, mi ego y yo
Todo en esta película empieza por la autocomplacencia, que resulta ser al mismo tiempo su principal virtud y mayor defecto. La cinta partió de la idea de adaptar el best seller de la periodista Susan Orlean, “The Orchid Thief”, pero Kaufman y Jonze optaron no por centrarse en el singular personaje de John Laroche, ladrón y especialista en orquídeas, sino en el proceso de adaptación del libro por parte de un guionista, el evidente alter ego de Kaufman.
De este nuevo planteamiento se desprende la idea del bloqueo creativo, pero ese estado de angustia e impotencia que padece el guionista sólo es el sentimiento que articula el tono general del relato y la naturaleza de los demás personajes. Porque en realidad no se trata de una sino de tres historias distintas sobre tres personajes que se relacionan entre sí y que terminarán uniéndose en un final común: el guionista, la autora del libro y el ladrón en orquídeas.
La película, entonces, en un aparente pero lúcido y revelador desorden, nos habla sobre lo que se quiere ser en la vida y no se es o no se puede ser. En los tres personajes hay una muda frustración disimulada de distintas formas, pero sobre todo ocultada por el supuesto y reconocido talento que tiene cada uno de ellos. Parecen muy buenos en lo que hacen, pero no están satisfechos con ello y en consecuencia su vida es un desastre, es triste y por momentos raya con la desesperación y la confusión.
Como el guión mismo hace parte de esta historia, también está lleno de confusión, casi siempre una elocuente confusión. Por ser un guión que nos habla de guiones y una historia que es sobre cómo contar una historia, contantemente se está mordiendo la cola, está haciendo alusión a sí mismo, siendo autoreflexivo y casi siempre atocomplaciente, porque relega mucho al hombrecito delgado y sin dientes que roba y cultiva orquídeas, para concentrarse en sí mismo, en el guionista, no importa si es el de la ficción o el real, porque vienen a ser el mismo, y para ajustar multiplicado por cuatro, porque se inventa un gemelo, en la ficción y en la realidad.
Los mejores pasajes del filme son, entonces, los de esa lucha creativa del guionista, los de esa reflexión sobre el oficio y esa inseguridad que lo domina. Los peores son cuando esa reflexión se convierte en autocomplacencia y onanismo mental, cuando por compadecerse de sí mismo relega la interesante historia del hombrecito de las orquídeas o las posibilidades dramáticas del personaje de la escritora. Pero sobre todo, cuando le hace caso a su hermano (o a su otro yo, da igual) sobre las reglas y los esquemas para elaborar un “buen” guión, y termina desobedeciendo esa lógica intimista y reflexiva que había creado y el filme da un extraño giro hacia una desconcertante trama de drogas, persecuciones y muerte, que nada tiene que ver con el original planteamiento inicial.