Los últimos días de una diva

Oswaldo Osorio

Y Pablo Larraín lo hizo de nuevo: El biopic de una prima donna que se sale de las convenciones de las biografías cinematográficas y que se esmera en trascender hasta su esencia, como diva y como mujer, sin importarle mucho la sucesión de acontecimientos destacados de su vida. Bueno, las otras dos no pertenecían a la ópera, pero sí fueron primeras damas: Jacqueline Kennedy en Jackie (2016) y Lady D en Spencer (2021), cerrando así su trilogía de mujeres icónicas del siglo XX.

Sorprende cómo el mismo director que realizó tan ásperas películas sobre la dictadura de su país (Tony Manero, Post Mortem, El Conde), tenga no solo el interés sino también la sensibilidad para abordar estos personajes y su mundo interior. Porque eso es lo que hace Larraín, tratar de comprender íntimamente a estas mujeres en sus circunstancias y en retrospectiva. Si bien con María Callas no estaba el peso de la política y del poder rodeándola y acosándola, había otros tipos de fuerzas que la atraían, la repelían o la condicionaban.

La principal fuerza, sin duda, era el público y lo que de ella se esperaba. O al menos eso es lo que decide enfatizar el relato del cineasta chileno, para lo cual usa como principal recurso abordar al personaje en su última semana de vida, y solo dando esporádicas miradas a algunos episodios de su historia, empezando por unos apoteósicos minutos iniciales en los que deja clara la magnitud del talento de la Callas, de su regia presencia en los fastuosos escenarios y hasta de la entrega con que Angelina Jolie la iba a interpretar en el resto del metraje.   

El retrato que de la diva propone la película en esos últimos días es casi el de un ser muerto sin haber muerto. Así que elegante espectro de esta mujer deambula por la pantalla y por las calles de París sin más aliciente que el de esperar su fin. Por eso abandona su propio cuerpo, sin más alimento que los barbitúricos y repeliendo cualquier cuidado médico. Porque María hacía mucho había dejaado de existir, cuando su magnífica voz la convirtió en La Callas: “No existe vida fuera del escenario”, decía. De manera que sin voz no hay Callas. El relato insiste en esta pérdida y en sus consecuencias, haciendo de este sombrío estado de ánimo el tono general de la película. Todo esto la convierte en una historia sobre la muerte y la agonía, más en lo espiritual que en lo vital.  

Pareciera también que es una historia sobre el delirio, pero es preferible ver sus largas conversaciones imaginarias con el joven periodista como un recurso narrativo, no tanto como un desequilibrio del personaje. Este recurso le permitió a Larraín y a su guionista, Steven Knight, profundizar –y también especular, por qué no– en las honduras emocionales de esta mujer y en su relación con su arte y con el mundo, destacándose especialmente en esta parte (aunque igual cubre toda la película) el ingenio y la agudeza de los diálogos, sobre todo en la manera como ella define las cosas de la vida y como lidia con las demás personas. Hay que añadir que ese falso delirio también le permitió al cineasta, desde la puesta en escena, crear esas bellas y enérgicas representaciones operáticas en las plazas y espacios públicos de París.

No es posible conocer cabalmente a una persona con una película, eso lo sabemos desde El ciudadano Kane, pero para un biopic, sin duda puede haber un mayor acercamiento con el “sistema Larraín”, el cual prefiere concentrarse en un periodo crucial o significativo del personaje y, desde allí, proyectar su vida y su espíritu. En consecuencia, me gustó conocer así a María Callas, a pesar de lo apesadumbrado del punto de vista elegido y de atestiguar los estertores de su sagrada voz. Porque su fama y sus momentos de éxito están descritos en Wikipedia, pero para tener acceso a lo velado y a lo intangible, bueno es confiar en la labor que hacen autores como Pablo Larraín. 

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