El tío chévere

Oswaldo Osorio

Cuando una película es en blanco y negro sin una justificación clara, son inevitables las suspicacias que surgen sobre las intenciones del director acerca de los efectos que busca en sus espectadores y los procedimientos para construir su relato. En esta película esa lógica se repite constantemente, dejando dudas sobre los móviles y la arquitectura general de la obra, aunque en ella están presentes también una serie de elementos y momentos afortunados y estimulantes, sin que la sumatoria termine siendo convincente.

En otras palabras, esta puede parecer una película bonita, inteligente y comprometida con buscar verdades honestas y emociones reales, pero también puede resultar pretenciosa, tramposa emocionalmente, desordenada y tediosa. En ella un hombre, quien recorre el país entrevistando jóvenes, termina embarcado en un viaje con su sobrino, mientras su hermana lidia con la inestabilidad sicológica de su esposo y padre del niño.

Hay que anotar que al relato no le interesa construir un argumento convencional, sino que se trata más de una serie de situaciones que, además, son alternadas con los testimonios que los jóvenes dan en las entrevistas. Este esquema podría funcionar si la progresión en la relación entre la pareja protagónica fuera más nítida y cohesionada, pero los episodios se antojan aleatorios en su lógica y orden, solo eventualmente hay algunos picos dramáticos por alguna desavenencia, pero la más de las veces todo el asunto se antoja desestructurado y compartimentado, lo cual es enfatizado por las entrevistas, dispersas a lo largo de la narración, que salpican más todo ese desorden.

Entonces muchos episodios parecen diseñados para pulsar el brote instantáneo de una emoción entre las muchas que puede haber en la relación entre un adulto y un niño, un adulto que, por demás, es concebido un poco a la manera de comodín, porque es tío, pero también puede ser padre, amigo, extraño, héroe, víctima, objeto de catarsis, confidente… en fin. Así que Mike Mills despliega el catálogo de esas emociones y sentimientos que quiere tocar en sus personajes y, de paso, en el espectador: están los momentos felices, los tristes, los de camaradería, los intimistas, los nostálgicos, los cómplices, los aleccionadores, los sensibleros, y otro en fin. De la sabiduría y madurez emocional de las que frecuentemente da muestras el niño, es mejor no hablar, porque tal vez descubriremos otro comodín o a un guionista –también Mills– haciéndose pasar por infante.

Claro, algunos de esos momentos son logrados con gran sensibilidad, espontaneidad y entereza, de la misma manera que se le vio hacerlo en otras películas suyas como Begginers o Mujeres del siglo XX, y esto ayudado por la eficaz conexión que logra entre Joaquin Phoenix y Woody Norman (igual cuando aparece la madre, Gaby Hoffman). De la misma forma, las palabras de los jóvenes entrevistados hablando sobre el futuro o la discriminación resultan –algunas de ellas– por sí solas potentes reflexiones que trascienden las poses que asume la película y el posible abigarramiento de sus componentes. Incluso es innegable que ese sospechoso blanco y negro crea una serie de imágenes bellas y delicadas. Pero ese es el gran problema de esta película, que uno le cree a ciertos resultados, pero no a ciertos procedimientos, y lo uno sin lo otro es solo pose y peripecia. 

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