Ciudadanos que no existen
Oswaldo Osorio
La ciudad bíblica, en la que alguna vez predicó Jesús y ahora se encuentra en ruinas, le sirve de símbolo a esta película libanesa para hablar de un tema universal: las desventuras de los niños en los sectores marginales de las grandes ciudades. Una historia relatada muchísimas veces en el cine del Tercer mundo, que en el fondo siempre dice lo mismo, pero que marca diferencias en los matices que le da cada entorno y cultura a unas historias y personajes mirados generalmente con la impronta del realismo y la compasión.
Esta es la tercera película de la actriz y directora Nadine Labaki, quien en cada una de ellas se ha ocupado de problemas capitales de su país y su cultura. En Caramel (2007), habla de la posición desventajosa en la que se encuentra la mujer ante las arbitrariedades del patriarcado; mientras que en ¿Y ahora adónde vamos? (2011) se refiere a los conflictos entre cristianos y musulmanes. Así que con la condición femenina, la intolerancia religiosa y ahora el desamparo de los niños, Labaki ha forjado un estilo y universo definidos por el drama, el realismo y la denuncia.
En Cafarnaum, Zain es un niño que prácticamente asume el papel de adulto en una familia que vive en la miseria, junto con dos padres ignorantes e irresponsables y una patota de hermanos menores. Su gran temor en la vida es que sus padres entreguen en matrimonio a su hermana de apenas once años. Y es a partir de este conflicto que Zaín emprende una cruzada contra el mundo, eso sí, muchas veces ayudado o forzado por un guion que lo puede llevar a los extremos de la desventura o de la precocidad.
La pregunta fundamental con esta película es qué tan sensacionalista o manipuladora puede ser con su personaje, su tema y el público. Y tal vez la respuesta no necesariamente tenga que inclinarse a un lado o a otro, sino que más bien sería pendular. Por momentos, resulta cruda y honesta en esa suerte de denuncia que hace de la marginalidad de estos niños, sometidos a la brutalidad de unos padres que se excusan en su ignorancia; en otros casos, el relato sucumbe a la pornomiseria, con la acumulación de adversidades y la mezquindad agazapada en los puntos de giro; aunque también hay pasajes de ternura y emotividad, como en la relación del protagonista con la inmigrante etíope y su bebé.
A pesar de esa pendularidad, la gran virtud de la película está en el joven actor que encarna a Zain y en el personaje mismo. Resulta inevitable, ya sea manipuladora o no, la forma casi hipnótica como el espectador se ve obligado a seguir la odisea de este niño, con toda su carga de (a veces artificial) madurez y esa dureza del gesto y el carácter que es consecuencia de una vida que no pidió tener.
Publicado el 17 de febrero de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.