Dar doce pasos sin poder caminar
Oswaldo Osorio
Muchas historias aseguran el dramatismo y empatía con el espectador por la acumulación de adversidades. El protagonista de este relato es alcohólico, está en silla de ruedas y vive traumado por ser huérfano. Todo un coctel para hacer un melodrama sensiblero y complaciente con el público, y si bien algunos atisbos de ello hay en esta película, termina saliendo a flote gracias a la honestidad de la historia que la inspira y a un director que casi siempre ha tenido un punto de vista que hace la diferencia.
A Gus Van Sant se le conoce por filmes tan potentes y hasta audaces como Los dueños de la noche (1991), Elephant (2003) o Paranoid Park (2007); aunque también por relatos autocomplacientes como Good Will Hunting (1997), Buscando a Forrester (1998) o el calco inoficioso que hizo de Sicosis (2000). Puede que esta película sobre el caricaturista estadounidense Jhon Callahan esté en medio de esos dos tipos de tratamientos, porque es tanto una historia de auto superación como el retrato divertido e inteligente de un personaje complejo y construido con solidez.
Según Jhon Callahan, el dolor por haber sido abandonado por su madre lo llevó al alcoholismo y esto al accidente que lo dejó paralizado casi todo el cuerpo. Pero, en realidad, esta es una historia de auto descubrimiento y sanación, que no tanto el infierno de un marginal. Por eso la delgada línea que hay entre otra historia más de un alcohólico que sigue los doce pasos y el relato vivaz e ingenioso de un hombre que veía la vida de una forma diferente.
El principal recurso que el director utiliza para moverse entre estos dos tonos es los saltos narrativos entre el pasado y el presente, incluso a veces de forma confusa. Es por eso que el relato de miseria y adversidad está alivianado por el confort de las sesiones de Alcohólicos Anónimos en la cómoda sala de una mansión. Entonces vuelve al rescate el humor negro y la visión crítica de la sociedad, que se inician en los torpes pero elocuentes trazos de las caricaturas y continúan en la actitud del protagonista y su forma de afrontar el mundo y las relaciones.
Otro recurso, que también tiene esa ambigüedad entre lo complaciente y lo ingenioso, es el personaje de Donny, ese amanerado dandy que igual funge como líder espiritual. Es un comodín del guion (porque sin duda pertenece más al universo de Van Sant que al de la historia original), que sirve para dar color, humor, sabiduría y soluciones. Por eso resulta facilista en muchos sentidos, pero también el centro filosófico del relato, porque es el portavoz de las preguntas serias que reencausan al protagonista y con él al argumento.
Se trata, pues, de una historia de vida que se ve con facilidad y complacencia. Un relato que oscila entre el cine de calidad y contundencia que antes ha realizado este director y un telefilme de domingo por la tarde. Una película que muchas veces deja ver sus costuras y los gestos de la lágrima fácil, pero también pepitas de oro escondidas en hondas cuestiones sobre la existencia.
Publicado el de 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.