Un recuerdo insoportable
Por Oswaldo Osorio
A juzgar por el título de esta película y por su primera secuencia, en la que Tom Ripley se nos presenta como concertista de piano y alumno de un prestigioso colegio, pareciera que Matt Damon nuevamente la iba a hacer de muchacho prodigio como en aquélla no del todo convincente película de Gus Van Sant en que este joven actor se diera a conocer: En busca del destino (Good Will hunting, 1997). Pero cuando poco después le preguntan por ese talento que cada quien debe tener, el Sr. Ripley confiesa no uno sino tres: falsificar firmas, imitar voces y saber mentir muy bien. Toda una declaración acerca del tipo de persona que era, una declaración cargada de un cinismo que no parecía propio de él y a la que, tanto su interlocutor como los espectadores, no le dimos la importancia debida ni pensamos en su verdadero significado y mucho menos en sus consecuencias.
Pero estos tres talentos sólo son los recursos para llegar a otro superior, el cual bien podría llamarse el talento Zelig, ese que le permite al Sr. Ripley adaptarse a un medio cualquiera -tal como lo hiciera aquel personaje, entre encantador y patético, inventado por Woody Allen-, imitando a quienes le rodean, ya asumiendo su pasión por el jazz, por ejemplo, o su indumentaria o conociendo en detalle sus gustos y maneras a través de una cuidadosa observación; y con todo esto, buscar la aceptación de las personas y ulteriormente su agradecimiento, afecto y amistad.
Del asesinato
La historia del Sr. Ripley empieza con los créditos mismos de la película, porque de su pasado nunca se sabe nada; y empieza con una mentira, la cual le vale un viaje a Italia para convencer a Jack (Jude Law), el hijo hedonista de un hombre adinerado y que vive con su novia (Gwyneth Paltrow) en un pequeño pueblo costero, a que vuelva a los Estados Unidos para que asuma las responsabilidades que le corresponden en la empresa familiar. Olvidándose de la misión por la que fue enviado, el Sr. Ripley, utilizando su talento Zelig, se propone hacerse a la amistad de la pareja por cualquier medio y adaptarse a ese tan atractivo ambiente de alegría y disipación.
La amistad se consuma, pero es una amistad falaz, con la intensidad de una centella y la fugacidad de su luz, especialmente para Jack, quien se entusiasma con el nuevo amigo pero al poco tiempo lo deja por otro o por cualquier cosa. Una actitud que parece el reflejo de su vida hedonista y esnobista, y por eso el amigo que debería durar años, dura sólo unas semanas. En Jack esto se extiende para todo lo demás: el amor, las ciudades, la música y hasta la misma culpa, porque ningún interés o sentimiento parece que pueda ser duradero para él. El Sr. Ripley, por su parte, quisiera que le duraran más las amistades, pero tampoco lo logra. Se le sale de las manos a causa de las mentiras que dice, muy pesar de que su capacidad para improvisarlas o elaborarlas es su mayor talento. Y es que resulta inevitable que una mentira lleve a otra más grande, que las situaciones se vuelvan inmanejables y que sólo se puedan parar con la solución más radical de todas: el asesinato.
Aunque asesinatos hay casi en cualquier película, incluso algunos géneros no pueden prescindir de ellos, lo que diferencia los asesinatos de esta película con los de cualquier thriller o drama, son las motivaciones del Sr. Ripley para matar y la manera como ejecuta y asume sus crímenes: sus razones no son demasiado fuertes, a lo sumo ser atrapado en sus mentiras. Quitarle la vida a alguien es para él, sino fácil, definitivamente inevitable, y por eso lo hace casi de forma natural, a la manera de aquella inolvidable y trágica pareja de Profundo carmesí (Arturo Ripstein, 1996). El Sr. Ripley no sólo toma la decisión de asesinar como si tomara cualquier otra decisión cotidiana, sino que no parece sentir culpa por ello y hasta toma partido de las consecuencias, usurpando la vida de una de sus víctimas, por ejemplo; porque todo lo ha calculado, todo lo ha observado para utilizar cada detalle en cualquier momento. Al final algo tiende a fallar, pero siempre va a poder matar y sólo piensa en ello un momento, un alto en su vida llena de talentos en que nos deja ver su tormento, pero luego sigue viviendo.
Amor y muerte son los dos tópicos que más definen la naturaleza humana, pues permanentemente está condicionada a ellos. Por eso hay tantas y tan válidas maneras de asumir el amor; aunque con la muerte, cuando llega por la vía del asesinato, estas maneras se ven limitadas por algunas variables, una de las cuales es definitiva: la moral. Aún así, Thomas de Quincey habla del asesinato como una de las bellas artes y Dostoyevski, por voz interpuesta de su personaje Raskolnikov, lo justifica sin remordimiento alguno cuando la víctima se lo merece a juicio de una mente lúcida, una mente que crea sus propias normas y que es consciente del “océano de prejuicios” en que el hombre siempre está en peligro de ahogarse. Pero ninguno de estos dos casos es el del Sr. Ripley, como tampoco es el del sicópata enfermizo que tantas veces vemos en el cine, ese que mata por placer o por una necesidad involuntaria. El Sr. Ripley mata porque así debe hacerlo, por eso en sus actos no hay maldad, escasamente una ambición a posteriori cuando se aprovecha de los resultados, pero nunca premeditación, nunca planea alevosamente la muerte, todo lo contrario, siempre tiene en mente el afecto, la amistad y la pertenencia a un grupo. Por eso no hay remordimiento ni culpa -y en esto también se diferencia de casi todas las especies de asesinos que pueblan la ficción y la realidad-, no los hay en el sentido cristiano o social del término. Sin embargo, sí hay un malestar porque preferiría no haberlo hecho, porque todo eso que guarda en el “sótano oscuro” de su pasado es cada vez una carga mayor, porque es como aquel pálido criminal del Zaratustra de Nietzsche, que cuando cometió el crimen no experimentó arrepentimiento sino un recuerdo insoportable.
De un personaje que evoluciona
Una gran virtud de este filme es la construcción del personaje de Tom Ripley, interpretado además con plena convicción por el actor Matt Damon. Aunque sería más acertado hablar de evolución a lo largo de la historia, algo que no todas las historias propician en sus personajes ni todos los directores pueden lograr. Los personajes en las películas generalmente cambian por las cosas que les pasan o por las decisiones que toman, no hay esa construcción lógica de las conductas o esa evolución consecuente con el choque de una cierta personalidad y sus circunstancias. Aunque en el caso del Sr. Ripley, más que evolución, parece ser un desvelamiento. El joven pianista y alumno de un buen colegio, empieza diciendo su primera mentira, luego mata a su primera víctima y finalmente nos muestra lo tormentoso que puede ser su interior, sus pensamientos, sus recuerdos. Primero es un muchacho agradable, luego su vida es una tragedia silenciosa y nosotros somos testigos de toda esa transformación: eso es lo más apasionante de esta película, por eso nada más es digna de no olvidarla y de alguna vez volver a verla.
No se trata de una película perfecta, el director inglés Anthony Minghella se ha caracterizado en su corta filmografía por demostrar más oficio que talento. Sólo hay que recordar Mr. wonderful (1993) o El paciente inglés (The english patient, 1996), películas bien hechas pero llenas de concesiones y muy distanciadas del público y de sus personajes, contadas con dispersión y por momentos sin pasión, con muchas cosas planeadas para crear un efecto más que como consecuencia de una idea puesta en juego. A pesar de que un poco de todo esto vemos en El talentoso Sr. Ripley, se trata de una historia y un personaje que desde el principio inquietan y que intrigan permanentemente, aunque eso parece más virtud de la novela de Patricia Highsmith que de la adaptación cinematográfica (según lo que conoczo de la obra de ambos), pero eso no importa tanto, lo que importa en definitiva, es que se trata de una película difícilmente olvidable, da igual cómo estén divididos los méritos.