El amor, la guerra, el humor
Por Oswaldo Osorio
Con Roberto Benigni pasa lo que en su momento ocurrió con actores como Robin Williams o Jim Carrey: el público los ama o los odia. En cualquiera de los dos casos, el punto es que son un tipo de actor que, generalmente, despierta un prejuicio a favor o en contra. La causa de esto es los niveles extremos a los que llevan su histrionismo cómico y, no menos importante, la insistencia en hacer lo mismo con distintos personajes, por lo que si para muchos su actuación pueda llegar a ser cargada y hasta empalagosa, después de ver más de una película la situación los satura y los desborda. Pero en definitiva, son actores que, para bien o para mal, su talento se encuentra precisamente en esa barroca intensidad con que asumen la actuación.
Aunque Benigni es un conocido actor desde hace tres décadas y como director lleva también bastante tiempo, su fama mundial llegó con los premios que la Academia le otorgara por La vida es bella (tal vez ése sea el único valor efectivo de los premios Oscar, abrirle el circuito de distribución mundial a los directores y películas extranjeras que premia). Esta referencia es obligada, porque si de algo se le puede acusar a esta nueva película del “monstruo” italiano, es querer aplicar la misma fórmula que tanto éxito le diera aquella historia tragicómica sobre el holocausto nazi. Parece que tanto él como sus productores no pudieron con el peso del fracaso comercial que significó su anterior película, Pinocho, una adaptación del célebre cuento infantil cuya gran fuerza y originalidad están sustentadas, precisamente, en la frenética personalidad de este actor con toda su aura de niño travieso e irreverente.
De manera que en esta película se repiten los tres elementos básicos de La vida es bella: la guerra, el amor y el humor. También los dos protagonistas, el mismo Benigni y su diva y esposa, Nicoletta Braschi. Si bien es menos interesante y con algunas fisuras en su narración, el resultado, es una película honesta, reflexiva y más entretenida que divertida. Lo más llamativo y audaz es la historia de amor, porque todo el tiempo desconcierta los términos en que se desarrolla, pues en principio parece sólo la historia de un hombre obsesionado por una mujer enigmática e impredecible, pero al final resulta toda una revelación: se trata de la entrega sin límites y el sacrificio desinteresado hacia la persona amada. Además, ese final abierto es una muestra de que por más que el director estuviera apelando a una fórmula ya probada, tampoco iba a ir muy lejos en las concesiones al público con un cierre que recurriera a emociones fáciles.
Buena parte de la historia se desarrolla en Bagdad durante la guerra. La gran apuesta de Roberto Benigni era poder sostener él solo el relato todo este tiempo, pero ahí es donde la fortuna lo acompaña sólo intermitentemente, pues por momentos se hace verdaderamente pesada la sobredosis de muecas, apuros personales e incesante palabrería (aquí es donde los detractores confirman su prejuicio). Aunque también es cierto que en otros momentos sus gags (chistes visuales) y su cómico histrionismo mantienen su frescura y desparpajo distintivos. Pero igualmente aprovecha para reflexionar, ridiculizar y criticar la institución de la guerra con la agudeza propia del humanista y cómico que es. Por eso, aunque no se trate de una gran película, sí resulta una cinta valiosa en muchos sentidos: porque es una bella historia de amor, entretenida, reflexiva y crítica, y porque se inserta en una obra mayor creada por uno de los buenos artistas que tiene el cine de nuestro tiempo.
Publicado el 9 de febrero de 2007 en el periódico El Mundo de Medellín.