El amor, esa rosa que se marchita

Por Oswaldo OsorioImage

El amor siempre es poca cosa frente a las consecuencias producidas por el desamor. Esta película es una visceral historia de desamor que se desarrolla a partir de las tres etapas lógicas de tan traumático proceso: ruptura-duelo-liberación, y no tanto del convencional esquema de planteamiento-nudo-desenlace. Desde esta estructuración básica del relato, Jorge Echeverri plantea una puesta en escena que no hace concesiones a nada ni a nadie, porque su filme parece ser una concentrada exploración de la naturaleza humana (masculina más exactamente) en tan críticas circunstancias de agonía afectiva.

1. Ruptura: último día con Mara

Julián anda como loco porque Mara quiere romper con él. En el viaje que realizan para hablar de su separación, nos damos cuenta de que no es tanto la intensidad y excentricismo emocional de Julián la causa de la ruptura, sino que la armonía y equilibrio del viejo idilio se rompe porque ella cambia, porque después de entrar a la universidad se “sensibiliza”con la realidad del país. Entonces la vemos dejando caer frases como que “para qué mirar la luna con todas esas masacres que están ocurriendo” o suelta un discurso cliché sobre los yupies, que sería creíble de no ser porque lo dice ella, pues resulta inevitable sospechar que se trata de puro compromiso de esnobista, de ese que desaparece automáticamente el primer día de trabajo luego de haber obtenido el cartón profesional.

Y es que el filme no es nada amable con el personaje femenino, por eso necesariamente nos identificamos con Julián. Además porque en cualquier relato el carácter de protagonista siempre nos exige ponernos de su parte, no importa, como en este caso, lo obsesivo o enfermizo que sea. Desde su punto de vista, entonces, presenciamos una historia, más que intimista, íntima, porque la mirada del director (quien también escribió el guión) nos lleva al interior de la desesperación de este hombre que ha perdido a la mujer que ama, o más que perdido, que ha sido abandonado, algo muy distinto y, por demás, determinante en la reacción del repudiado en cuestión: porque la pérdida produce tristeza y el abandono despecho, que es como una rabia triste.

2. Duelo: año uno después de Mara

Esta segunda fase define el desamor como un desmoronamiento, y como además es producto del abandono, el abismo al que caen los pedazos es mucho más profundo. Ese abismo al que cae Julián, materializado en la película por su apartamento, en vez de ser oscuro es todo blanco, es la ausencia total del color, es la desolación. A esa falta de paisaje físico y afectivo se le suma la desnudez en que siempre se encuentra, que hace más evidente esa desolación y ese desamparo en el que ha caído. Pero ya no es la desnudez de los recuerdos felices con Mara, ahora esa vieja desnudez contrasta tremendamente con la nueva, con ésta que ya no implica entrega y pasión sino abandono y ausencia. Aunque también es cierto que en toda esa actitud que él asume hay mucho de autocompasión, autoflagelación y masoquismo emocional, otra característica propia del despecho, que no contento con la herida, hurga en ella y trata de agrandarla.

La angustia y el delirio que se apoderan de Julián, confinado en ese desierto de paredes blancas, lo convierten en un ser patético, en el disco que se rayó justo en el lamento por una pena de amor. El dolor y el patetismo lo llevan al absurdo, a la sinrazón, a dejarse hundir en las malsanas aguas de su pena; por eso aúlla como un adolescente bobo ante una cámara en el video-diario que está haciendo, por eso le habla a un pollo asado y lo guarda varios días para que se descomponga como él y su corazón, por eso sella su puerta con tablas o le da frentazos a un clavo.

La ayuda llega desde donde casi siempre lo hace en estos casos: el licor, las putas, los amigos y la familia. Los unos para anestesiar y para que le permitan regodearse más en el rito enfermizo de la autocompasión y los otros para tender la mano o, al menos, para tirar algún salvavidas, ya sea en la forma burda de ayuda sicológica o de un cuerpo de mujer o de una moto que funcione como el medio óptimo para abandonar ese purgatorio emocional.

Esta segunda parte se puede antojar tediosa por momentos, pero ¿de qué otra manera transmitir esa desesperación y ese despecho si no es apelando a la repetición, al balbuceo y al sinsentido? Ése fue uno de los riesgos que Jorge Echeverri tuvo que correr. Aunque el riesgo fue menor al contar con un buen actor (Fabio Rubiano), un actor que supo darle salida a todos esos sentimientos adversos con sus gestos y muecas, con la verosimilitud que le dio a esos parlamentos que erraban por el despecho (aunque cuando se trata de la voz en off esos parlamentos suenan muy literarios) y, en general, con una interpretación que evolucionó en la misma medida en que el personaje y la historia se lo exigieron.

3. Liberación: distancia y olvido con Mara

El desapego definitivo de Julián por el recuerdo de Mara comenzó cuando buscó lo que lo había separado de ella. Por eso el viaje hacia Urabá, la conflictiva zona del país que tanto le dolía a ella y a la que él era indiferente, se inició como búsqueda y termino como expiación. Julián se adentró en tierra de masacres y fuegos cruzados para intentar volverse como su amada, para alcanzarla en su cambio y así de nuevo ser iguales y poder decir aquí no ha pasado nada, seguimos siendo almas gemelas.

Pero los pedazos de Mara que guardaba la memoria de Julián se fueron quedando a lo largo del camino a esa tierra de nadie, se quedaron en una video-carta que le envió, en llamadas desde teléfonos fuera de servicio, en tanto sollozo y lamento, en la caprichosa belleza de una puta y en la exhumación de una botella que guardaba viejas prendas de amor. Toda esa azuzada consternación y el exhibicionismo de su dolor fungieron como antídoto para el desamor, fueron una suerte de catarsis emocional que lo liberaron de esa carga que él mismo potenció por debilidad y despecho. Pero el olvido final fue la recompensa a tanto sufrimiento y la última imagen del filme, entre jocosa y reveladora, es de desquite y liberación.

Por todo esto, aunque con Terminal no se puede afirmar que estamos ante una gran película, nadie podrá negar tampoco que se trata de una obra sólida y madura, una pieza de cine de autor como pocas se conciben en este país de cineastas tuertos, un filme bien armado en su estructura, que no titubea con el tratamiento de su tema y en la construcción de su personaje (porque los demás son un poco fantasmagóricos y hasta gratuitos, pero como personajes, no como motivación y soporte para el principal); un filme que tampoco descuida su concepción visual, ya que es recreado con imágenes que acreditan a un director que piensa en términos de cine y a quien no sólo le interesa contar una historia o transmitir unas ideas o emociones, sino que las apoya con imágenes y, así mismo, sabe crear imágenes apoyadas en esas ideas y emociones. Es cine serio y consistente (aunque un tanto arrogante y radical), un cine menos susceptible a marchitarse, como otro que se hace en este país o como el amor o como esa rosa de la que hablaba Edgar Lee Masters, experto en muertes y epitafios.

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