Del esperpento como estilo
Por: Oswaldo Osorio
Colombia se parece más a una película de Emir Kustorica que a una de Woody Allen. Es un país lleno de personajes y situaciones extravagantes y carnavalescos, que se mueven en un mundo tan cruel y trágico como avocado al jolgorio y al placer liberador. Es por eso que muchas de las películas que se refieren a la realidad nacional están planteadas en tono de tragicomedia. Pero incluso algunas van mucho más allá y prefieren darle forma a esa contradicción que nos define a partir de la farsa, un género dramatúrgico con el que, además de poder mezclar el dolor y el placer, es posible criticar y parodiar esa realidad.
Esta película de Adriana Arango está alineada dentro de esta lógica farsesca. Y hay que decir que es una película de ella porque es suya la producción, el guión (que incluso tiene alguna relación con su vida) y también es ella como actriz y con su personaje quien sostiene el visceral ímpetu de este relato, eso muy a pesar de que el personaje y la interpretación de Robinson Díaz es lo que más llama la atención al grueso del público. Pero si se observa bien, ella es la fuerza de la historia, la que lleva siempre sobre sí el peso tanto dramático como narrativo y su actuación requiere de múltiples matices, mientras que él -con la eficacia que se le conoce, eso sí- es el complemento jocoso y con el único registro de hacer de tonto de la familia.
Y es que a la pobre a Ana Elisa le pasa de todo. Al principio, la película parece que va a ser una dura historia sobre la violencia y la marginalidad del país, pero poco a poco, incluso desde esa misma primera parte, va dando pistas de que el tono del relato está en función de la farsa, y aún más, con las vueltas de tuerca del relato y con lo que les pasa a los personajes, esa farsa se va tornando en esperpento. Pero no hay que confundir este concepto con el uso común que se le ha dado al término, el cual siempre es peyorativo, sino que aquí el esperpento tiene que ver más con ese género acuñado por Ramón del Valle-Inclán y que se refiere a la deformación grotesca de la realidad, para comentarla, por supuesto, para criticarla y para reírse de ella y con ella. La misma Adriana Arango afirmaba en una entrevista: “Me río de mí, de los otros, de todas las cosas que existen en el mundo… los humanos somos lo más absurdo de la Creación”.
El esperpento y su público
Sin embargo, parece ser que parte del público colombiano siempre ha tenido problemas con la estética del esperpento, a pesar de que es muy común verla dándole el tono a muchas películas nacionales, desde Mariposas S.A. (1986), del muy lúcido y concienzudo Dunav Kuzmanich, pasando por las dos frenéticas películas de Felipe Aljure, sobre todo El cololobian dream, hasta cintas más ligeras como Dios los junta y ellos se separan, de Harold Trompetero y Jairo Eduardo Carrillo. Éstas y muchas más películas han hablado de la realidad del país a partir de este estilo. Y con ello la describen, la comentan, la cuestionan y critican. Y si bien es un estilo que se presta al humor excesivo y hasta truculento, como en esta película donde hay mucho de humor negro, no por ello se debe dejar de tomar en serio, pues por más grotescamente que esté deformada la realidad, no hay que olvidar es que fue nuestra realidad la que inspiró tal deformación.
Tal vez el problema con ese público lo rechaza sea que, como no es un cine con el que el espectador se identifique fácilmente con sus personajes, sobre todo por la forma grotesca y caricaturesca en que se les presenta, entonces confunde este necesario distanciamiento que se debe tener, con la idea de una supuesta mala calidad de la película. La incomodidad de no verse reflejado en personajes que deberían parecérsele y en situaciones que le resultan descabelladas, termina por disociar su gusto por lo que está viendo. No importa que, en cambio, sí acepte y disfrute otros géneros con elementos en común, como la comedia, el horror y el cine de acción. Y es que en éstos géneros es más fácil, obligatorio incluso, aceptar la vocación no realista del relato. Pero por el tono en que están plateados la farsa y el esperpento, es muy común confundir no realista con inverosímil, pero es cuestión de atender bien las claves que propone el relato.
Por eso puede resultar difícil asimilar todas esas situaciones en las que se ven envueltos Ana Elisa, su amigo y su hermano, así como todos los bizarros personajes que les salen en el camino como antagonistas y las peripecias que tienen que hacer para salir de apuros. El argumento (que se hace más recargado por su recargada banda sonora), está compuesto por una marejada de acontecimientos, en los que nada es normal ni contenido, pues todo se dispara hacia el delirio y la extravagancia, y hacia una suerte de burla y caricatura de la realidad y su lógica, que también son características del esperpento. ¿O de qué otra manera se puede entender al personaje del tío predicador, cuya iglesia, actitud exageradamente mezquina y hasta la misma manierista actuación se salen de cualquier parámetro de la realidad? Pero aún así, ese personaje y sus circunstancias están fundados en una realidad, y eso es, hay que insistir, lo que no se puede perder de vista.
Lo real-siniestro
La cuestión, entonces, es no juzgar esta película por sus excesos, sino más bien considerar el sentido que tienen estos excesos en su contexto, también todo lo que nos dice de lo enfermo y a la vez lo folclórico que es este país, así como la fuerza imbatible del personaje central y el desaforado ritmo que consiguen con un relato que, en principio, está más concebido para sentir que para pensar. El mismo Valle-Inclán decía, al momento de plantar las bases de este estilo, que el sentido trágico de la vida española sólo podía ofrecerse con una estética sistemáticamente deformada. Igual ocurre con Colombia, el país del collar bomba, donde si bien el realismo es el que más destacados resultados ha tenido refiriéndose a esta realidad, estas extravaganzas también le horman perfecto a su extrema y delirante naturaleza.
De hecho, como lo plantea Rodrigo Argüello, de lo fantástico-siniestro propio del cine y la literatura, en Colombia pasamos a lo real-siniestro, que puede superar al arte en cuanto a insólito y extravagante, siendo prueba de ello los gustos de los mafiosos, las motosierras de los paramilitares, las caletas millonarias de la guerrilla, los niños que extorsionan familiares y un infinito etcétera.
Así que, mirada de esta forma, se trata de una película que raudamente recorre muchos de los vernáculos males de Colombia, desde la violencia y la pobreza de los barrios marginales, pasando por los traquetos, las drogas y los profetas embaucadores, hasta ese imperativo del beneficio personal por encima de los demás, que parece carcomer a medio país. Es por eso que, aunque es, como decía, un filme más para sentir que para pensar, por su humor, sus estrambóticos personajes y la impetuosa sarta de acontecimientos, esto no implica que, luego, las incontables partes de las que está hecha esta cargada (en el buen sentido de la palabra) historia, nos exija rebobinar para apreciar lo lúcida y honesta que puede ser con la visión que tiene de sus personajes y lo que comenta sobre este país que en suerte nos tocó sufrir.