Cine sonoro sin voz
Por Oswaldo Osorio
Cualquiera que vea Alguien mató algo (1999), la película muda del colombiano Jorge Navas, no puede menos que, primero, sorprenderse por la originalidad y audacia de la propuesta y, luego, deleitarse con la belleza de sus imágenes en un aterciopelado blanco y negro, así como entusiasmarse con su historia de la niña vampiro. Muchos han sucumbido ante esta originalidad, ante esta belleza y ante su historia (el jurado del concurso de cortometrajes del 40 Festival de Cine de Cartagena, por ejemplo), pero si bien no se puede negar que en estos aspectos hay innegables virtudes, también es cierto que en toda su propuesta estética y discursiva, hay mucho de efectismo y desconocimiento de los elementos que la constituyen; es por eso que impacta en un principio, pero después va dejando ver sus carencias e inconsistencias.
La “pobreza” es su riqueza
Para ver la película de Jorge Navas hay que partir de una premisa fundamental, la misma que él debió tener presente al realizarla: el cine mudo y el sonoro son concepciones distintas de la expresión cinematográfica, sus lenguajes son diferentes. Toda su propuesta discursiva y -en menor medida- estética se viene abajo por desatender o ignorar esta premisa, quedando sólo un efectismo esnobista. Alguien mató algo no es una película muda sino una película en la que no hablan, o mejor, hablan pero no se les escucha. A Chaplin nunca se le vio hablar (mover los labios) en sus filmes silentes, nadie lo echó de menos y siempre fue totalmente eficaz su reemplazo de la palabra por la pantomima. Claro que este es un caso extremo, porque Chaplin es Chaplin. Pero aún así, en la mayoría de los filmes mudos hablan y los textos de los entretítulos no indican más que lo estrictamente necesario, para que el espectador entienda la acción. Incluso en los últimos años eran cada vez menos frecuentes en muchas películas, hasta llegar a su eliminación completa en el kamerspielfilm de los alemanes. En el corto de Navas no sólo hablan sin parar, sino que proliferan los textos, extensos y redundantes casi todos. Hay muchas escenas que repiten de tres formas distintas la misma cosa, como en aquélla en la que la niña dice que no quiere comer, al tiempo que retira el plato con un gesto de desagrado y, enseguida, el texto que recofirma lo que ya hemos visto dos veces: “No... no quiero”.
Es por cosas como ésta que Alguien mató algo lo único que hace es insistir -desde la ignorancia porque no puede ser simple descuido- en esa errada concepción que se tiene sobre el cine mudo: que la falta de sonido es un defecto. Pero es todo lo contrario, ya que justamente por no tener sonido, fue que el cine pudo obtener esa calidad artística y poder expresivo que se encontraba en su punto más alto a la llegada del cine sonoro en 1927, porque el conocimiento y desarrollo de la plástica de la imagen y de los recursos del montaje eran tales, que todas esas grandes obras del periodo silente fueron la consecuencia de un uso consciente y coherente de sus posibilidades artísticas y expresivas. En esa medida cobra sentido la frase de Tinianov: “la ‘pobreza’ del cine mudo constituye en realidad su riqueza.” Eso quedó confirmado en los primeros años del cine parlante, cuando la banda sonora llegó a entorpecer esa riqueza, tanto por cuestiones técnicas (las cámaras perdieron movilidad, la iluminación expresividad, el montaje se vio sometido a la duración de los diálogos, etc.) como de negación de la vieja era a causa del deslumbramiento con la novedad del sonido. Aunque tampoco tardó mucho el acople entre el gran nivel conseguido con el lenguaje mudo y las nuevas posibilidades que ofrecía el sonido.
Pero en el corto de Navas lo único que hace falta es escuchar las voces para que sea cine sonoro, pues tiene efectos de sonido y música. Sólo es cine sonoro sin voz, y en blanco y negro, para acentuar el efecto, el engaño de que se trata de verdadero cine silente, porque incluso la concepción del montaje y del registro de la imagen son más cercanas a las del cine hablado. Por eso su mudez sí es una carencia, un defecto, y en esa medida quedan desvirtuadas todas esas cualidades que caracterizaban y constituían al cine mudo. En consecuencia, habría que preguntarse por el sentido que tuvo hacer “cine mudo” si no era para explotar esas posibilidades expresivas y artísticas inherentes a él. El director finlandés Aki Kaurismäki entendió mejor todo esto cuando realizó Juha (1999), también una película muda que cuenta con simpleza extrema una historia tan sencilla como contundente, constituyéndose en un ejemplo mucho mejor logrado de cine silente tras más de setenta años de cine parlante.
La vampirita
Otra cosa es la historia planteada en Alguien mató algo, la cual no necesariamente fue pensada para sacar provecho de esas posibilidades del cine mudo -como sí lo hiciera, por ejemplo, Mel Brooks con su Silent movie (1976)- y en este sentido es una historia cualquiera, una “historia sonora”. Pero trascendiendo todo este asunto del cine mudo, no deja de ser interesante, y por momentos inquietante, este relato que resulta de la singular mezcla de vampirismo con elementos religiosos. Singular porque no se trata tanto de la oposición icónica entre cruces y colmillos, sino del significado del elemento común de la sangre para unos y otros, así como de lo que podría simbolizar esa sangre y el consecuente vampirismo en el país más violento del mundo.
Sin embargo, estas relaciones y simbolismos, planteados con ingenio y originalidad, a veces se antojan elementales e ingenuos, haciendo de la historia un cuerpo irregular, compuesto por partes tan llamativas y provocadoras como cuando la niña, a cambio de favores a sus compañeros de escuela, les pide su sangre; pero otras tan torpes la “conversación” entre el Cristo-desechable y la niña, o esa mano divina y gigante que la mata por vampira así como ella lo hiciera antes con un mosquito.