Matar a Jesús, de Laura Mora
“Dispare con odio”
Oswaldo Osorio
La realidad, la violencia y la marginalidad siguen instaladas en el mejor cine de Medellín. Es tan inevitable como necesario que el cine (y no la televisión, con su tendencia a banalizarlo y glamurizarlo todo) continúe explorando y reflexionando sobre estos tópicos, con ese compromiso y cercanía que logra para entender la complejidad de unos personajes y su contexto, así como para trasmitirle al espectador, no solo una historia, sino casi una vivencia y un entendimiento más sensible de estas problemáticas.
Laura Mora ya había dado muestras de su talento con sus cortometrajes Brotherhood (2007) y Salomé (2012), y de su oficio en series de televisión de gran presupuesto y en una película por encargo, Antes del fuego (2015). En Matar a Jesús ese talento y oficio están en función de un proyecto más personal y cercano a los universos que parece sentir y conocer mejor. Eso se hace evidente en cada aspecto de esta película, la cual se muestra orgánica en su construcción, envolvente en su narración y cómoda en los espacios en que se mueve.
Una joven universitaria presencia la muerte de su padre y, al poco tiempo, se topa con el asesino, de ahí en adelante el relato es sobre cómo ella trata de urdir su venganza. Es una historia y premisa simples, pero no por ello sus connotaciones sociales, sicológicas y éticas. Cada acción de la joven está condicionada por la contradicción de tratar de acercarse afectivamente al joven sicario, pero mascullando un callado resentimiento en medio de un duelo que aún no ha terminado.
No obstante, si bien la protagonista es ella, porque es quien lleva el peso del conflicto y está siempre presente, el personaje del sicario se va dimensionando progresivamente con gran intensidad, ya a fuerza de que, en contraste con ella, siempre está hablando o porque el conflicto que hay en él se va revelando paulatinamente y estalla con doloroso dramatismo al momento del clímax. Ese contrapunto entre la casi cándida verborrea de él y el resentido silencio de ella, así como la identificación con los dos conflictos (aunque con el de él sea a regañadientes), es el aspecto que sostiene el relato y carga la historia de implicaciones emocionales, éticas y hasta sociológicas.
Estos personajes y su historia en buena medida tienen su razón de ser por la ciudad que habitan. Medellín también es protagonista, tanto por legado de violencia que ha dejado su historia reciente como por ese viaje pendular que hace el relato por los dispares universos que habita cada personaje. Y también lo es por la forma como la película la concibe visual y narrativamente. Se trata de una ciudad rayada, colorida, abigarrada y tumultuosa, características que aquí se exaltan por razones estéticas y para comentar y complementar a sus protagonistas.
Sostenida en un sobresaliente trabajo con actores naturales, esta película da una pincelada más a ese gran fresco que el cine de directores paisas han estado haciendo sobre Medellín, un gran relato que coincide en sus elementos esenciales, pero que cada autor ha puesto el énfasis en su mirada y en la forma como ha experimentado la ciudad, que en este caso es una visión sobre lo dolorosa y anónima que puede ser su violencia y las complejas decisiones que, tanto víctimas como victimarios, pueden tomar frente a ella.
Publicado el 12 de marzo de 2018 en el periódico El Colombiano de Medellín.