En sus justas proporciones
Oswaldo Osorio
El 7º Festival de Cine de Jardín tiene como tema en esta versión la corrupción, este texto, que hace parte de su catálogo, hace un recorrido por las distintas formas en que ha estado presente y ha sido representado este mal en el cine nacional.
El primer largometraje colombiano, El drama del 15 de octubre (1915), fue posible gracias a un acto de corrupción. La tristemente célebre anécdota del rodaje de esta película implica a sus directores, Vicente y Francesco Di Doménico, pagando una suma de dinero a los dos asesinos del General Rafael Uribe Uribe para que se interpretaran a sí mismos en el filme en cuestión. Los carceleros del Panóptico, obviamente, debieron recibir también su parte para que fuera posible este “trámite” que desató la indignación de la opinión pública y una polémica que, seguramente, fue la principal causa de la subsecuente desaparición de cada fotograma de la película.
En el centro de esta primera producción está el acto de violencia contra el general, es decir, su asesinato con achuelas a pleno día en la Plaza de Bolívar. Esto es un indicio de la relación entre el cine y la corrupción en el país, la cual ha estado más vinculada a la violencia, ya sea por vía del conflicto, los militares, el narcotráfico y hasta la delincuencia, que a la política misma, la cual suele ser la que, por definición, es más propensa a la corrupción.
La primera alusión importante a esta falta moral está en una película fundacional de la relación entre el cine y la realidad nacional, El Río de las Tumbas (Julio Luzardo, 1964). En ese pueblo en el que se desarrolla, que podría ser cualquier pueblo de Colombia, ocurren diversos gestos de este mal que lo puede cruzar todo: un hombre inoperante y clientelista es nombrado como alcalde, su promesa al político capitalino de que “puede contar con los votos”, los muertos que bajan por el río pero que empujan con un palo para que sea problema del próximo alcalde, y hasta el cura, que le paga a niños para que arranquen la publicidad política de sus opositores y quien parece tener un hijo con una feligrés.
A pesar de que la corrupción ha sido una práctica naturalizada en Colombia, al punto que hasta un presidente, Turbay Ayala, llegó a aceptar con cinismo que había que “reducirla a sus justas proporciones”, no son tantas las películas que la han abordado, al menos no directamente. Hacerlo es una preocupación más bien reciente de los cineastas nacionales. Hace unas décadas, solo se puede rastrear en filmes que tocan unos temas de fondo, pero que se pueden vincular con la corrupción, como el despojo de tierras por cuenta de los exterminios y desplazamientos forzados que sistemáticamente se realizaron durante la violencia bipartidista. Esto se puede ver en películas como Aquileo Venganza, (Ciro Durán, 1967), La agonía del difunto (Dunav Kuzmanich, 1981), La virgen y el fotógrafo (Luis Alfredo Sánchez, 1981) o Cóndores no entierran todos los días (Francisco Norden, 1984), filmes donde estos crímenes son posibles por la anuencia de los políticos, los alcaldes o las fuerzas policiales y militares, quienes se benefician de esta rapiña. La historia del conflicto en este país siempre ha empezado o terminado por el despojo de tierras.
Directamente, teniéndola como tema central para denunciarla o poner en evidencia sus dinámicas y mecanismos, tal vez solo hay cuatro películas nacionales sobre la corrupción: El Candidato (Mario Mitrotti, 1978), protagonizada por la clásica caricatura del político colombiano clientelista y corrupto, Clímaco Urrutia (interpretado por Jaime Santos, quien le dio continuidad al personaje durante años en Sábados Felices); El carrusel (Guillermo Iván Dueñas, 2012), una sátira política inspirada en el escándalo del carrusel de la contratación, en la que los hermanos Moreno y los Nule conspiraron para desfalcar a la ciudad de Bogotá; y dos películas escritas por Dago García, Posición Viciada (Ricardo Coral, 1998) y El país más feliz del mundo (Jaime Escallón, 2017), la primera, sobre el mundo del fútbol y que se circunscribe a un camerino donde todos se preguntan quién vendió el partido; y la segunda, contada en clave de humor negro, sobre un alcalde corrupto y su asistente que viajan a la ciudad a buscar un cadáver para inaugurar su cementerio, pero que en el camino van dando cuenta de la endemia de la corrupción en entidades como la morgue, los hospitales, la policía, el ejército y hasta la misma guerrilla.
Un capítulo importante de la corrupción está, por supuesto, en la forma como el narcotráfico penetró la sociedad colombiana, empezando por la médula de sus instituciones, en especial la policía y la política. El contestatario cineasta chileno Dunav Kuzmanich lo inició todo con Ajuste de Cuentas, en 1983, cuando en el país ni siquiera se veía mal la presencia de los narcos, pues aún eran “inofensivos” y, en cambio, lo que tocaban lo volvían oro. Eran los años de “feliz irresponsabilidad”, como los llama Víctor Gaviria. Pero luego, cuando se desata la debacle, pasaron muchos años sin que nadie pudiera tocar el tema, estaba vedado, de manera implícita y con acciones de hecho. Apenas a mediados de los años dos mil empiezan tímidamente a aparecer películas (y sobre todo telenovelas), pero que versan más sobre las figuras y el modus operandi de las mafias (incluso en clave apologética y glamurizada), pues solo algunas pocas hacen alusión directa a los mecanismos de la corrupción de los que se valieron los traquetos para comprar funcionarios, instituciones y casi al país entero. Esto apenas se puede ver de forma explícita en dos cintas: El rey (Antonio Dorado, 2004) y El trato (Francisco Norden, 2006).
Ahora, una constante que surgió de este inventario, y que no es inesperada su presencia pero sí su preminencia ante las demás formas y actores de la corrupción, es el ejército y los militares como ejecutores o vehículos de este carcoma. Su participación viene desde la violencia bipartidista (en la gran pantalla, no en la vida nacional), aunque es durante este siglo que el cine ha centrado más su atención en ellos y ha denunciado directamente su contribución, ya sea por acción, como cuando un pelotón se reparte la guaca de la guerrilla en Soñar no cuesta nada (Rodrigo Triana, 2006), o por omisión, como en La primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2003), donde permiten la violencia de los paramilitares sobre la familia del protagonista (tal vez una de las prácticas más frecuentes y generalizadas de estos salvaguardas de la patria).
Otra de esas prácticas fue la de los falsos positivos, el más acabado y nefasto gesto de corrupción de esta milicia, no solo en Colombia sino en el mundo. Porque asesinaron a esas miles de personas, no como parte de la neutralización o el exterminio del enemigo, sino para obtener dádivas que iban desde ascensos y permisos, hasta cosas tan mundanas como dinero (lo que los convirtió también en sicarios) o platos de comida. Han dado cuenta de este crimen películas como Silencio en el paraíso (Colbert García, 2011), Violencia (Jorge Forero, 2015), o La semilla del silencio (Felipe Cano Ibáñez, 2016), así como una decena de documentales que no hacen parte de este recorrido centrado en la ficción. Y claro, hay otras formas en que el ejército se ha mostrado corrupto, como en su accionar antes, durante y después de la toma del Palacio de Justicia, que lo evidencian cintas como Antes del fuego (Laura Mora, 2015) y Siempreviva (Klych López, 2015), o con el reclutamiento forzado y los trámites de la libreta militar descritas en un filme como Amparo (Simón Mesa, 2021).
De otro lado, los políticos, por supuesto, suelen estar inmiscuidos en cualquiera de todas las mencionadas modalidades de corrupción, pero además, también están en el cine de género, como en dos de las pocas cintas de cine negro que tiene nuestra cinematografía: Soplo de Vida (Luis Ospina, 2000) y Perder es cuestión de método (Sergio Cabrera, 2005). Igual ocurre con la institucionalidad, representada por funcionarios y políticos, que no necesariamente son lo mismo. Está, por ejemplo, ese alcalde (y militar) que mete preso a casi medio pueblo en El día de Las Mercedes (Dunav Kuzmanich, 1985), o también en una película de este mismo director, Mariposas S.A (1986), donde la necesidad de unas prostitutas por trabajar se traduce en sobornos a todas las instancias del pueblo, párroco incluido; o la inoperancia de todas las autoridades ante la pila de cadáveres que tiene en sus tierras el protagonista de Todos tus muertos (Carlos Moreno, 2011); y también se encuentra, como una variante de los falsos positivos y como alusión a las interceptaciones ilegales del extinto DAS, en toda la trama de Postales colombianas (Ricardo Coral-Dorado, 2011).
Y así, también se puede identificar la corrupción en otras instancias menos obvias, como entre los jueces de un reinado de belleza de pueblo en El cartel de la papa (Jaime Escallón, 2011); en pequeñas empresas, como ocurre en La muerte es un buen negocio (Antonio Montaña, 1981) o en El jefe (Jaime Escallón, 2011); en el periodismo que se practica en La historia del baúl rosado (Libia Stella Gómez, 2005); incluso entre delincuentes, como se puede ver en Perro come perro (Carlos Moreno, 2008).
Pero, para terminar, mejor resaltar un par de películas que dan cuenta de la corrupción de dos formas muy significativas: Pisingaña (Leopoldo Pinzón, 1985) y La gente de La Universal (Felipe Aljure, 1993). En la primera, hay un tipo de corrupción subrepticia y casi normalizada, y es la de esa pareja de clase media que, cada cual a su manera, saca provecho de la joven pobre e ingenua que llega del campo a trabajar en su casa. Porque la corrupción también puede estar en el gesto nimio y en el ámbito doméstico. Y en la segunda, impacta la manera en que el mal en cuestión se encuentra a todo nivel: laboral, conyugal, entre colegas, presos, carceleros, porteros de edificios, actrices porno, funcionarios, traquetos, en fin. La radiografía que hace esta película de buena parte de la sociedad es tenebrosa, por más que se presente a manera de comedia negra.
Como se puede ver, entonces, el político robando o recibiendo comisiones por contratos no es la única corrupción, porque esta es una dolosa actitud ética y moral que se puede presentar de muchas formas, en distintos ámbitos y en diferentes medidas. Y el cine siempre ha estado ahí para dar cuenta de ello, denunciarlo, reprocharlo y satirizarlo.