Este texto que hace parte del grupo de ensayos escritos para el dossier virtual Violencia: ensayos críticos de cine, publicado por la Escuela de crítica de cine de Medellín como resultado final del primer semestre de su segunda cohorte. La publicación completa se puede encontrar en: https://bit.ly/cinefagos-violencia
Oswaldo Osorio
El cine colombiano desde su primer largometraje, El drama del 15 de octubre (Vicente y Francisco Di Doménico, 1915) se vio obligado a hablar de la violencia. Los golpes de hachuela en la cabeza de Rafael Uribe Uribe, en medio de la Plaza de Bolívar a plena luz del día, fueron recreados en dicho filme por los pioneros del cine nacional. Para ajustar, la violencia de la película se tornó revictimizante cuando los Di Doménico contrataron a los asesinos para interpretarse a sí mismos.
A pesar de este significativo comienzo, el puñado de películas que se hicieron en el periodo silente y en el primer sonoro, salvo por algún crimen pasional o de delincuencia común, no tuvieron mucha violencia, en aquellos entonces importaba más el melodrama y el costumbrismo. Habría que esperar a que, desde principios de los años sesenta, el cine empezara en serio a ocuparse de la realidad nacional para que la inevitable violencia definitivamente poblara las pantallas y ya nunca más las abandonara.
La violencia se define como el uso de la fuerza para causar daño a alguien. La primigenia, la física, es medible y más evidente en sus posibles representaciones en el cine (Martínez, 2016). Es de esa violencia de la que se ocupará este texto. Pero hay muchas otras, abiertas o escondidas, en Colombia y en el cine colombiano: violencia social, de género, ideológica, intrafamiliar, étnica, verbal, sicológica, laboral y un largo etcétera. Aunque, por supuesto, las violencias producto de la delincuencia, el narcotráfico y el conflicto armado son las más comunes en las películas de este país, además, las que más se manifiestan físicamente. No obstante, hay que insistir en aclarar que no es el cine predominante en nuestra filmografía, pues solo constituye aproximadamente un tercio de ella.
Los estudios y reflexiones sobre la violencia en el cine en Colombia, generalmente, están articulados a las llamadas tres violencias de las que hablan diversos autores (la bipartidista, la guerrillera/paramilitar y la del narcotráfico), pero la propuesta de este texto es, tranversalizando estas tres violencias, aplicar otra triada como variables para reflexionar sobre la presencia de la violencia en el cine nacional. Así pues, Juan Orellana Gutiérrez propone tres maneras en que se presenta o se aborda la violencia en el cine: Como contenido argumental, como género y como forma.
La violencia como contenido argumental es, según Orellana, la que resulta como consecuencia de las necesidades de la historia que se cuenta, sus contenidos son moralizantes e ideológicos y tiene una intención didáctica y reflexiva. Entre los muchos títulos que se pueden mencionar en este apartado están Canaguaro, de Dunav Kuzmanich, Cóndores no Entierran Todos los Días, de Francisco Norden, Pisingaña, de Leopoldo Pinzón, La gente de la Universal, de Felipe Aljure, La virgen de los sicarios, de Barbet Schroeder, La primera noche, de Luis Alberto Restrepo, y Violencia, de Jorge Forero.
El asesinato sistemático de un grupo de desmovilizados o de los miembros de un partido, la decapitación de un hombre y la violación múltiple de su hija, el sicariato ordenado por un narco, jóvenes asesinos y asesinados en las calles, fincas incendiadas y sus dueños eliminados, secuestros, falsos positivos y torturas. Todo eso ocurre en estas películas, pero sin que la violencia sea el fin último del relato sino la infame consecuencia de un estado de cosas y de las decisiones éticas y morales de unas personas o grupos organizados.
Son películas cuyos argumentos están definidos por un contexto histórico, unas circunstancias sociales o unos conflictos políticos o ideológicos. La construcción de sus personajes obedece a una lógica causal del lugar que ocupan en estos universos y las acciones que acometen son consecuentes con esta lógica. Por eso la violencia, aunque parezca muchas veces lo más vistoso en sus tramas, en realidad opera como el detonante para reflexionar sobre esa situación y sucesos, e incluso, para repudiar sus motivos y efectos: La violencia solo se humaniza hablando de ella, dice el cineasta Víctor Gaviria. Por eso esta violencia como contenido argumental suele presentarse como la forma más frecuente y efectiva en el cine colombiano para referirse a su adversa realidad, al largo conflicto que ha padecido y a las malsanas secuelas que ha dejado en la sociedad y en sus individuos.
Por último, habría que anotar una significativa diferencia de esta modalidad en que se presenta la violencia frente a las dos restantes, y es que, por las características ya anotadas, su representación en la puesta en escena y en la pantalla no tiende a ser explícita o demasiado evidente. En otras palabras, suele ser una violencia sugerida por el fuera de campo o la elipsis. El caballo en llamas en Cóndores no entierran todos los días y del que solo se ve un reflejo en un vidrio y en los ojos de León María Lozano es un ejemplo de ello, así como el machetazo de Toño en el cuello del sargento en La primera noche, que se soluciona con un corte de montaje rápido y la herida cubierta por una mano, de la que brota sangre entre los dedos.
Ahora, en la violencia como género, continúa Orellana, nace una estética de la violencia. Ya aquí no necesariamente tiene un carácter moral, sino que hace parte de la acción de los personajes. Se pueden citar títulos como Aquileo Venganza, de Ciro Durán, Soplo de vida, de Luis Ospina, Bogotá 2016, de Alessandro Basile y otros, Sumas y restas, de Víctor Gaviria, El rey, de Antonio Dorado, La milagrosa, de Rafa Lara, Saluda al diablo de mi parte, de Felipe Orozco, 180 segundos, de Alexander Giraldo, El resquicio, de Alfonso Acosta, Malos días, de Andrés Beltrán, Pariente, de Iván D. Gaona, Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego, Los fierros, de Pablo González.
Aquí hay ciencia ficción, western y, sobre todo, thrillers en sus distintas vertientes: de gánsteres, policiaco, sicológico, de acción y cine negro. Porque el thriller es, sin duda, el género cinematográfico más frecuente en el cine colombiano, esto por vía, justamente, de esas violencias que históricamente han atravesado al país y que, ya sea por el conflicto armado, las guerras del narcotráfico o la delincuencia común, es el tipo de discurso que parece más propicio para abordar estos temas, personajes y sus contextos.
El cine de género está definido por esquemas reconocibles y por estilizaciones, tanto argumentales como estéticas. Y cuando hay violencia, esta hereda esas características, por eso la violencia en tales películas no representa el tema, sino que es una necesidad del guion para apelar a estos esquemas y estilizaciones, de ahí que, cuando la violencia está presente, no lo hace necesariamente para generar reflexión, como en la anterior modalidad. Las balaceras con múltiples pistoleros en Aquileo venganza, el ataque militar al campamento guerrillero en La milagrosa o el enfrentamiento final, casi a manera de duelo, en Pariente, todas ellas son formas de la violencia pasadas por los códigos del cine de género y así son leídas por el espectador, sin sentir mucha necesidad de elucubrar respecto a ella.
Finalmente, la violencia como forma es aquella que se muestra desproporcionada en relación con las exigencias argumentales, así se puede ver en filmes como Remolino Sangriento, de Roberto Montero y Jorge Gaitán Gómez, Carne de tu carne, de Carlos Mayolo, El Colombian dream, de Felipe Aljure, Como el gato y el ratón, de Rodrigo Triana, Satanás, de Andrés Baiz, El páramo, de Jaime Osorio Márquez, Plata o plomo, de John Human, ¡Qué viva la música!, de Carlos Moreno, La mujer del animal, de Víctor Gaviria, Monos, de Alejandro Landes, Lavaperros, de Carlos Moreno.
Bueno, es cierto que esta modalidad no se presenta de forma tan enfática como en el cine internacional (Tarantino, de la Iglesia, Noé, Ferrara, Miike), pero sí se puede establecer en las películas citadas un mayor acercamiento a este tipo de violencia, más gráfica, coreográfica, como espectáculo visual y superando en visualidad y talante explícito los requerimientos del argumento. Es justo lo contrario a las consideraciones del fuera de campo planteadas en la primera modalidad. Así se puede ver en el escopetazo a bocajarro que Mayolo le da al pisco en Carne de tu carne (cuyo repudio crece proporcionalmente con el incremento de la conciencia animalista), el disparo en la frente que el protagonista le pega a su madre y su contraplano con el boquete de sangre tras la cabeza en Satanás, o las golpizas a Amparo (más por enfáticas y constantes que por gráficas) en la mujer del animal.
Ya sea como argumento, género o forma, la violencia hace parte de una significativa porción del cine colombiano, y significativa no tanto por ese referido tercio cuantitativo, sino porque la violencia es un componente esencial de esa gran narrativa del cine nacional que es el cine del conflicto y la realidad, narrativa que suele ser la que cosecha los títulos de mayor complejidad, solidez e importancia en el panorama de la producción local y en su proyección internacional. Estas tres formas y sus innumerables posibilidades también dan fe de un cine vital y heterogéneo, un cine que apela a la violencia tanto por gusto estético y cinematográfico como por una imperativa necesidad debido a su contexto y a lo endémica que es la violencia en este pobre país.
Referencias
Martínez Pacheco, Agustín. La violencia. Conceptualización y elementos para su estudio. Política y cultura. México, sep. - dic. 2016.
Juan Orellana Gutiérrez. Cine y violencia. Escuela abierta. 2007.