Oswaldo Osorio
En Colombia los ríos y la violencia están trágicamente ligados. El río de las tumbas de Julio Luzardo (1964) nunca se ha detenido con su ominosa carga y largamente conecta con este río en el que don José busca a sus hijos en esta película silenciosa, bella y luctuosa, donde los muertos no tienen paz y tampoco dejan en paz a los vivos.
El director Nicolás Rincón Gille ya venía preparando el tema y el universo que nos descubre en esta ficción con su trilogía documental Campo hablado, compuesta por En lo escondido (2007), Los abrazos del río (2010) y Noche herida (2015), tres películas que viajan a lo profundo de las experiencias y el dolor de las víctimas del conflicto armado colombiano, todos ellos campesinos y en diferentes momentos de su estado de pérdida y resiliencia.
En esta historia, el oficio de pescador de don José cobra otra macabra y angustiosa dimensión en el gran fresco de esa Colombia distópica que Nicolás Rincón Gille recrea. No es ya un río de peces, sino el vertedero de un país sin Estado. Es como si fuera un mundo que acaece en un oscuro futuro, solo que en este territorio ya se vive desde hace décadas, aunque se recrudeció especialmente en la nefasta época del paramilitarismo (la historia se desarrolla en 2002). Fueron un mundo y una época dominados por el capricho de las armas y la coacción de las listas negras.
La película, en principio, está contada como una suerte de “river movie”, donde este viejo pescador atraviesa esa región ahogada por las prohibiciones y los miedos. El amplio formato de la imagen se ajusta a la horizontalidad del río y el murmullo del paisaje acompaña los largos silencios de este hombre de voz queda, que escasamente habla. Esa inmensidad visual y rivereña se imponen como una imposibilidad en la búsqueda de ese cuerpo que le falta a este afligido padre, porque es imperativo que su hijo no sea un alma en pena más como tantas hay por aquellos lares, sufriendo la eternidad inconclusa y asustando a sus victimarios.
Cuando don José abandona el río, se adentra en un espacio aún más distópico, el de un pueblo con la mirada clavada en piso, por el miedo, el secretismo y ese paraestado siempre vigilante y amenazador que se adueñó de sus calles. Pero nada de esto es un obstáculo para una de estas tantas víctimas que no se resignan a dejar de buscar a los suyos y, si acaso lo hacen, no se resignan a no quedar con alguna mínima constancia material de su pérdida. Porque los muertos solo están muertos cuando hay un vestigio de su desaparición.
Con esta obra, Nicolás Rincón Gille nos sumerge en un contexto que, aunque no lo parezca, muy pocas películas han tocado, y mucho menos con la intensidad y detenimiento con que esta lo hace, mostrándonos a este padre que es todos los padres víctimas del conflicto, así como esa ausencia de Estado que le cedió buena parte del territorio a todo tipo de violencias y volviendo a registrar a este río nacional por el que, desde hace décadas, flotan y bajan los muertos sin alma de este país.
Publicado el 20 de septiembre de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.
TRÁILER
Oswaldo Osorio
No hay por qué sorprenderse por la forma en que dos películas sobre una misma familia consiguen reflejar los dos grandes males de Colombia, y específicamente de Medellín. Es que todo está conectado y la violencia cruza todas las esferas. Y aunque en The Smiling Lombana no está todavía esa violencia, sí la aborda reflexivamente y prefigura aquella que se erige implacable y arbitraria en Carta a una sombra (2015), la ópera prima de esta misma directora y codirigida con Miguel Salazar.
Estas películas son sobre cada abuelo de Daniela Abad, tan distintos como lo pueden ser un prohombre y un pícaro dandy de pueblo. Y mientras la primera es el cálido y doloroso retrato de una figura insigne y trasparente, que pagó su compromiso social y político con la vida; el otro es un inteligente, carismático y mundano ser, tan arribista como misterioso. Cada hombre y película hablan de un distinto aspecto del contexto colombiano: por un lado, el de la injusticia social y la violencia política; y por el otro, el del país que sucumbió a la falacia del dinero fácil, y con ello trastocó de forma cruenta toda una sociedad.
En esta relación y comparación entre ambos filmes, surge una de las paradojas del cine, y de cualquier relato, y es que los villanos tienden a ser más interesantes que los héroes, tanto argumental como dramáticamente. De ahí que, a la hora de construir y seguir una historia, Tito Lombana sea más atractivo que Héctor Abad Gómez. Tal vez por esto The Smiling Lombana está planteada como una pregunta por resolver sobre la identidad de un hombre y el oscuro secreto de una familia. Y efectivamente, el relato siembra de entrada este misterio y lo va develando paulatinamente, de forma inteligente y envolvente.
Y así, siguiendo una cronología que por sí sola se va haciendo más intensa y compleja, en virtud de la vida de su protagonista, la película va construyendo con solidez y riqueza de matices esta historia de vida, haciendo uso de diversos recursos, desde las imprescindibles y elocuentes imágenes de archivo, pasando por los testimonios de los familiares y una pesquisa casi detectivesca por parte de la autora, hasta la voz en off en primera persona.
Este último recurso, la voz en off, resulta especialmente importante en la construcción de la película, por dos razones: la primera, es el punto de vista, pues esa mirada e indagación desde la nieta del personaje, le confiere al relato una autenticidad e intimismo que difícilmente se lograría desde afuera o con un tono de objetividad; y la segunda, que esa misma voz, así como habla desde sus apellidos, Abad Lombana, lo hace reflexiva y lúcidamente como una cineasta que entiende que esa historia de su familia es también la historia de la ciudad, en especial en lo referido a la nefasta manera en que esta sociedad terminó degrada por la ambición y por la victoria de las cosas.
Publicado el de 20 de enero 2019 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Esta película es sobre la muerte y la guerra, el amor y el desamor, pero también sobre la vida. Es un relato intimista de dos soldados en medio de un conflicto en el que creen más por haber sido arrinconados a ello que por convicción. Es una película de carretera con una propuesta visual y de producción que marca diferencias en el contexto cinematográfico nacional. Es la tercera película de un director que nunca decepciona y que aquí se muestra más grave y desencantado con las ideas que plantea.
El Felipe Aljure de esas dos enérgicas y divertidas películas que son La gente de la universal (1995) y El colombian dream (2006) ya no está en Tres escapularios, o más bien, está transformado. Sigue siendo un cine lúcido y punzante con la realidad nacional, con tramas apuntaladas en triángulos amorosos e inquieto en sus búsquedas y soluciones estéticas, pero ese humor ingenioso y cáustico, así como la vivacidad de sus personajes, han desaparecido. El olor a muerte aquí es más espeso y el mundo interno de los protagonistas cambió la ironía, el cinismo y la búsqueda del beneficio propio por la amargura, el resentimiento y un trastocado idealismo.
Se trata de la historia de Nico y Lorena, dos guerrilleros que son enviados a matar a una delatora. Él nunca ha asesinado a nadie, ella sí está curtida por la guerra, él es calmado y un poco ingenuo, mientras ella impetuosa y llena de rencor. Este contraste es el contrapunto que sostiene el relato de principio a fin, con una tensión sexual y de desconfianza que crece progresivamente. Además, la inminente cercanía de la muerte siempre está determinando su relación y conversaciones, así como por los terceros ausentes, quienes son sus desamores por distintas razones. Y esa combinación de muerte y desamor rara vez les deja tener algún sosiego.
Son esos diálogos donde más está plasmado el alegato que hace esta película contra la guerra, como concepto en general y la colombiana en particular. Es en esa cada vez más íntima interacción entre esta pareja que se devela el conflicto desde un punto de vista casi inédito en el país, el de los soldados rasos, la carne de cañón de la guerra, los que no eligieron estar allí, pero que, ahora que están, asumen su papel de diversas formas. Son personajes dimensionados, más que por su condición de soldados, por toda esa otra vida que llevan a cuestas y que cargan con menos soltura que sus pistolas.
Por otra parte, este filme es una propuesta de producción que plantea un modelo de cine posible. Una cámara fotográfica y un equipo reducido que cabía en tres carros emprenden un viaje a la costa y ruedan una película. Y esa cámara, esas condiciones y la historia que quieren contar, determina una concepción visual llena de fuerza y belleza. La expresividad del gran angular, la elocuencia de la pantalla dividida, así como la capacidad contemplativa y la posibilidad de cuidados encuadres del plano fijo, son algunos de esos elementos que definen la estimulante estética de esta cinta.
A la tragedia de la guerra se le suma la amargura del amor, ambos andan entre el duelo y el despecho, perfilándose como las puntas de dos triángulos amorosos que al tiempo alivian y complican la vida. Así que el desasosiego es casi pleno, complementado por las subidas y bajadas de una relación que mejora y empeora de una escena a otra. Tal vez solo al final, en el crítico cruce entre el inicio y el fin de unas vidas, logren encontrar la armonía que desde el principio le hizo falta a su encuentro.
Publicado el 26 de agosto de 2018 en el periódico El Colombiano de Medellín.
Oswaldo Osorio
Los niños de la calle ha sido uno de los grandes y constantes motivos del cine latinoamericano. Desde Los olvidados (Buñuel, 1950), pasando por Crónica de un niño solo (Favio, 1965) y Gamín (Durán, 1977), hasta Pixote (Babenco, 1981) y La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), casi cada cinematografía de la región tiene su buen puñado de cine con este adverso y delicado tema. Adverso porque las condiciones materiales y afectivas de estos niños nunca dan para relatos felices, y delicado porque siempre habrá el riesgo de caer en los territorios de la pornomiseria o de la mirada lastimera y condescendiente.
En casi todos estos relatos, por supuesto, la aproximación realista se impone, pero suele haber, en mucho o poco, gestos de fantasía y delirio, dada la naturaleza de los personajes. En esta película de Carlos Zapata, a quien ya se le reconoce un estilo intenso e irreverente (algo punketo incluso) por sus películas Pequeños vagos (2012) y Las tetas de mi madre (2015), esa fantasía y delirio están en el centro de su propuesta para hablar de los niños de las alcantarillas de Bogotá. (...)
LEA CRÍTICA DE ESTA PELÍCULA Y ENCUENTRE EL LINK DE VISUALIZACIÓN DE LAS DOS VERSIONES EN:
https://canaguaro.cinefagos.net/n08/topos-de-carlos-zapata/
Oswaldo Osorio
Una película universitaria es ya de por sí una quijotada. Si bien Libia Stella Gómez tiene la experiencia de haber firmado ya tres largometrajes, uno de ellos documental, este proyecto se desarrolla con el apoyo de la Universidad Nacional y sus estudiantes. Y tal vez por eso es que esta película tiene un cierto espíritu de búsqueda y riesgo en sus componentes y tratamiento. Con una premisa atractiva por los cruces que propone, construye un relato lleno de variables y connotaciones tanto intimistas como de contexto.
Un viejo profesor de triste figura y un escudero que cuida vacas y caballos tienen una amistad forjada por el amor al Quijote y por cierta naturaleza marginal que los define. Son soñadores, por evasión el uno y por voluntad el otro. Tratan de mantener vivo el universo de Cervantes en medio de la indolencia de nuestro tiempo, abriéndose paso entre tanta violencia y el ruido de los nuevos afanes.
El contraste entre lo elaborado y sensible que puede ser el Quijote y lo básico y rabioso que puede ser el punk es el contrapunto que sostiene el ritmo del relato. La Dulcinea es una joven punkera y un profesor es el mismísimo Alonso Quijano. Pero la identificación con esa joven tiene unas implicaciones más profundas en la historia, ella es la imagen que, para el protagonista, conecta con el violento pasado del país, convirtiéndolo en una víctima más que, como los todos demás, lidia a su manera con esa carga.
Aunque este contrapunto parece lo más visible de la película, en realidad el relato es movido por ese sancho gentil y despistado. Él termina siendo el hilo conductor y el punto de vista. Es el escudero de la trama, quien desenrolla la adversa vida de Quijano y arroja luz sobre los detalles de la historia. Paralelamente, hay una línea narrativa del pasado que está construida inteligentemente, desde el envejecido acabado de la imagen, hasta ese extrañamiento de verla entrometiéndose en el relato, sembrando la intriga en el espectador, a quien le anuncia que esa no solo es una historia de locura y amor a los libros.
Pero, en general, sí es una película sobre la locura, la de un hombre y la de un país sumido en décadas de conflictos y violencia. Y entre la una y la otra el relato juega con distintos tonos: comedia, drama, intriga, película juvenil, farsa y fábula. Algo que no todas las películas que lo tienen logran capitalizarlo, pero aquí no molesta, porque todos esos códigos están orgánicamente integrados en la narración y esta combinación se convierte en una de sus principales virtudes.
A pesar de que a su clímax tal vez le faltó intensidad y que por momentos la puesta en escena parece resentirse del largo y discontinuo proceso de rodaje (con la muerte de su actor principal incluida), se trata de una película entrañable y estimulante, con muchas imágenes bellas y poéticas, como la del Quijote y Sancho cruzando la ciudad en Vespas. Una quijotada como tantas del cine nacional, que también da cuenta de la consolidación de la obra de una de las pocas directoras que tiene el país.
Publicado el 6 de julio de 2020 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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