Sin Dinero, Sin Familia y Sin Amigos
Por Oswaldo Osorio
Cada vez se evidencia más la permanencia del cine negro en la cinematografía norteamericana. Sin mucho esfuerzo podemos recordar muy buenos títulos que recientemente han revisitado este género, como Asuntos pendientes antes de morir, de Gary Fleder, Los Ángeles al desnudo, de Curtis Hanson, y Camino sin retorno, de Oliver Stone, esta última todavía fresca en nuestra memoria.
A esta lista acaba de sumarse Sangre y vino (Blood and wine), la última película del director norteamericano Bob Rafelson, un filme que, en comparación con las antes mencionadas, es mucho más fiel al cine negro y sus características, y con un planteamiento y unos personajes más naturales, más crudos e intensos y sin ningún asomo de esos efectismos, ya formales o argumentales, a los que el cine de nuestros días tanto se está acostumbrando.
Bob & Jack
Bob Rafelson, obstinado y recio cineasta, ya había visitado los predios del cine negro en dos ocasiones con su escasa filmografía. Primero, con una erotizada y contundente versión del clásico de James M. Cain El cartero llama dos veces (1981), protagonizada por Jack Nicholson y Jessica Lange; y después, con La viuda negra (1986), contada sobre un esquema clásico, aunque también manejando la variable del erotismo.
La carrera de este veterano director, productor y guionista es bastante particular. Su filmografía, que se ha mantenido siempre en un buen nivel y está provista de algunas piezas memorables, como la vigorosa Las montañas de la luna (1990), apenas si llega a los diez títulos. Este reducido número se debe, en buena medida, a que es considerado un director “problema” en Hollywood, en especial después de que en 1979, durante el rodaje de Brubaker, incendiara el set tras la visita del productor ejecutivo.
Después de estudiar filosofía, un área que raramente tiene alguna relación con el cine, empezó, como lo hacen casi todos los directores surgidos en las últimas décadas, en la televisión, y su primer película, titulada Head, la realizó en 1968 con la colaboración de un actor llamado Jack Nicholson, aún desconocido por aquel entonces. No es gratuito, entonces, que el nombre de este actor (que ahora es casi dios) esté presente en más de la mitad de los proyectos llevados a cabo por Rafelson y la más de las veces obteniendo muy buenos resultados.
Sangre y vino es sin duda, además de una de sus películas más logradas, su mejor ejercicio a partir de este género que iniciara Dashiell Hammet escribiendo, John Huston Dirigiendo y Humphrey Bogart interpretando. Y es el mejor porque en él no recurre a manierismos estilísticos, no parodia ni imita y tampoco reflexiona sobre el género, sencillamente confía en su historia y en los elementos que la constituyen.
Y es que esta película nos cuenta una historia que, aunque es simple en comparación con las que se acostumbra en este género, está llena de posibilidades y cargada de intensidad: dos hombres roban un costoso collar de diamantes, el cual, por determinadas circunstancias, cae en manos de la esposa y el hijastro de uno de ellos, entonces se lanzan encarnizadamente a recuperarlo, sin importar lo que tengan qué hacer para conseguirlo.
Codicia, odio y traición
El resultado de los hilos trenzados a partir de esta historia, es una película poco recomendable para quienes gustan del cine alegre y esperanzador, del cine de fórmulas y tramas predecibles, de ese cine que no muestra personajes sino estereotipos. Porque este es un filme que utiliza como resortes de las acciones y de los sentimientos de los implicados en ellas, la codicia, el odio y la traición. Por lo tanto, es un filme desprendido de cualquier sentimentalismo y más bien trágico y truculento, en el que todos, de alguna manera, salen perdiendo, como es la tradición del género.
A pesar de que Rafelson, según sus propias palabras, no pretendía abordar ningún género en particular, sino simplemente hacer una película sobre la desintegración de una familia, las cosas le salieron por partida doble, pues al tiempo que contó una historia, aunque no con la estética, sí con los elementos, el tono y la narración propios del cine negro, logró describir, con todo el pesimismo que le fue posible, ese deterioro y enconamiento de las relaciones entre los personajes, pero no sólo las relaciones entre la familia, sino también entre los amantes, los amigos y los socios. La confianza en los demás deja de existir y se comienza a generar un ambiente de incertidumbre y soledad, un frustrado anhelo por el bienestar económico y afectivo, que como consecuencia de sus debilidades y ruindades, cada vez será menos posible.
Por otra parte, no se puede hablar de esta película sin hacer referencia a su inigualable reparto, el cual está encabezado por el Jack Nicholson de siempre (y con esto me refiero a su vieja relación con el director y al hecho de que ya se empieza a repetir) y por un inédito y versátil Michael Caine, quien supo hacer de su personaje, sin ser el protagonista, el elemento con más fuerza de todo el filme, una patética personificación de un hombre fuerte de carácter pero débil de salud, uno de esos perdedores tan característicos del género, pero dimensionado por una impecable interpretación. Y junto a ellos, con actuaciones no menos certeras, encontramos a Judy Davies, Stephen Dorf y la muy de moda Jennifer López.
Con estos cinco actores, una historia sencilla, un guión bien construido y un presupuesto poco más que modesto, Bob Rafelson realizó una de las piezas más cáusticas y maduras de historia reciente del cine negro, ese género territorio de fracasados, mujeres fatales y antihéroes, donde el crimen y el latrocinio son los puntos de partida de todas esas historia que nunca han conocido un happy end.