Todo tiempo pasado fue mejor
“Amo París cada momento, cada momento del año. Amo París porque mi amor está aquí.” Así termina la popular canción de Cole Porter. Pero según esta película, el amor de Woody Allen, más que por una mujer, es por la ciudad misma. Porque esta cinta es una carta de amor, del aún lúcido y genial director neoyorkino, a la Ciudad Luz y a su tradición como centro e inspiración del arte y la vanguardia.
Tal vez esta sea la más intelectual de su ya intelectual obra. Esto al punto de exigir, para su más pleno disfrute, conocer toda la movida artística e intelectual que se diera en esa ciudad durante la década del veinte. Scott Fitzgerald, Hemingway, Dalí, Gertrude Stein, Picasso, Buñuel, Man Ray, T.S. Elliot, y hasta el mismo Cole Porter, y sus respectivas obras, son los referentes que conforman la mitad de sus escenas y determinan muchos de los giros del argumento.
La premisa de la historia apunta hacia aquel lugar común que dice que todo tiempo pasado fue mejor. Y esa idea parece tener argumentos de mayor peso cuando se aplica al arte. Esa conjunción de genios en el París de los veinte no puede verse como menos que una edad de oro del arte. Pero lo sería más el París de la Bella Época, y más aún la Florencia del Renacimiento. Al punto de pensar que el arte está en decadencia, que se acabaron los momentos de grandeza de la humanidad. Esa grandeza ahora parece estar solo en la ciencia y la tecnología.
Por otra parte, de nuevo Allen recurre a la lógica fantástica para crear una doble realidad. Un recurso óptimo para reflexionar sobre nuestro mundo, nuestro tiempo y la identidad personal. El paso de una realidad a otra del protagonista le da la posibilidad de comparar y contrastar, porque una realidad, la ideal, revela las carencias y desperfectos de la otra, la real. Tal experiencia, por supuesto, cambia su perspectiva del mundo, de su arte y del amor.
Estas comparaciones que puede hacer el protagonista resulta el argumento perfecto para que el director, nuevamente, se ensañe contra la estupidez del estadounidense medio, contra su moralismo, mal gusto y superficialidad, esto frente a los valores casi contrarios de Europa, en especial de Francia, y más si es la del pasado. El contraste entre el pasado y el presente, y entre un país y el otro, es la mejor forma para el director dejar claros sus planteamientos.
Pero, luego de lo dicho aquí, no se debe pensar que se trata de una cinta cerebral y aburrida. Esta reflexión sobre temas artísticos e intelectuales está cruzada por el amor, de no ser así estaría vacía, carecería de sentido. Las dudas y dilemas sobre el amor, el enamoramiento y el romanticismo se hacen presentes en medio de un relato vivaz y divertido, además cargado con la belleza de una ciudad (y su luz) que está pensada como la verdadera protagonista de la historia.
París, el amor, el arte y Woody Allen. De esta ecuación no podía resultar sino una cinta encantadora y estimulante, así como una lúcida y reveladora reflexión sobre esos tópicos, pero sin caer en la exposición rígida y pomposa de un filme intelectualoide. Por eso, no es solo cine, es una pequeña y deliciosa obra maestra.
Publicado el 7 de agosto de 2011 en el periódico El Colombiano de Medellín.
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