El dolor tatuado en la piel
Por Oswaldo Osorio
Luego de casi tres años después de su estreno y de muchos meses de estar anunciada en la ciudad, llegó por fin a nuestra cartelera la película neozelandesa Somos Guerreros (Once were warriors, 1994), esa impactante y sobrecogedora opera prima del director Lee Tamahori, que en sus 99 minutos de duración nos envuelve en una historia muy ajena a nuestro entorno y, al mismo tiempo, demasiado cercana. Un grito de celuloide que desafía la sensibilidad de cualquiera sin manipulaciones ni complacencias.
Esta película nos devela a sangre fría la cruda existencia de la familia Heke, un hogar que está saturado de alcohol, de golpizas y de impotente dolor, pero también de esperanzas y calor humano. En medio de una azarosa urbe, hostil y decadente, los hijos de este matrimonio que se ama a los golpes están desorientados, su comportamiento e incertidumbres reflejan el caos de la sociedad y de su núcleo familiar, en el cual Jake, amo y señor de la casa, es quien primero lo impone, sin trabajo, bebiendo litros y litros de cerveza y azotando las paredes con el cuerpo de su mujer cada que practica su cotidiano box conyugal.
Mientras ella, Beth (esa mártir), es víctima de una suerte de marginalidad por su condición de ser mujer, reducida al humillante servilismo ante un machismo inmisericorde y cínico, el cual proclama como única consigna femenina la de “cerrar la boca y abrir las piernas”. Pero esta mujer, a pesar de todo esto, es la verdadera esencia del hogar -como en casi todas las sociedades-, es el elemento unificador, el que cohesiona y suministra la fuerza para que ninguno de sus miembros se vaya abajo o se pierda en ese mundo confuso y desesperanzador. No siempre lo logra, en buena medida a causa de su única debilidad, que también puede ser vista como una virtud, y es el amor que siente por su esposo, un amor cargado de ternura y de la continua esperanza de que la situación algún día cambiará.
Violencia sin disparos
Con este ambiente, personajes y situaciones descritas, ya al lector no le cabrá la menor duda de que Somos Guerreros es una película dura y violenta. Estos son, no los mejores, pero sí los primeros adjetivos que a uno se le ocurren inmediatamente la ha visto. Pero no se trata de una dureza y una violencia convencionales, no, estamos hablando de niveles más agudos, más penetrantes, que después de ensañarse con los huesos sigue con la mente y luego con el alma, lo cual es recreado en el filme con la sutileza de un enfrentamiento entre pandillas, aunque guardando un elogiable respeto con el público y con la historia misma.
Refiriéndose a esto Lee Tamahori afirmó: “Esta película cupo en el género que yo quería -un drama urbano, rudo y brusco-. Siempre he querido hacer películas que me desafían y desafían al público. Es fácil hacer películas con persecuciones en carro y “gente enamorada”, porque tienen una fórmula. Pero ésta fue mucho más difícil. Trata problemas que tenemos como nación, y si logra abrir un debate sobre esos temas, haría bien”.
Toda la película parece una larga y agónica lamentación, pero con un sabio sentido de las proporciones, con la mesura que se aprende gracias a una larga experiencia en este arte de contar historias o con un revelador talento de debutante, como es este el caso. En manos de otro director con inclinaciones “artísticas” más efectistas y deshonestas, como tantos hay, los elementos que conforman este bizarro filme pasarían a edificar un monumento a los excesos y a los golpes de efecto inmisericordes con el público y con las intangibles normas del buen criterio, el buen gusto y todo lo demás que es bueno para el cine y que un asombroso porcentaje de cineastas parecen ignorar, especialmente aquellos que van sólo tras las luces y la plata, como tantos hay.
No cabe duda que Lee Tamahori está fuera de este poco selecto grupo, los primeros que así lo estimaron fue el jurado de Venecia, al otorgarle en su versión realizada en 1994 el preciado león de oro como mejor película. Aunque todavía falta que pase la prueba de fuego a la que se ve sometido todo nuevo talento cuando no pertenece a la tribu Hollywood: que realice un producto de igual o mayor valor bajo los condicionamientos del capital de las grandes ligas. En otras latitudes ya saben si este neozelandés pasó o no esta prueba, porque no es del todo probable que alguna vez podamos ver Mullholland Falls, un thriller en el que Tamahori dirige a actores de la talla (y el presupuesto) de John Malkovich, Nick Nolte y Melanie Griffith.
Volver a los ancestros
Pero volviendo a Somos Guerreros, en ella el espectador es conducido, sin saber cómo ni cuándo, de las cimas de la felicidad a los pantanos de la degradación, y se solidariza con Beth (esa mártir) en la evocación de unos ancestros cuya vida también fue violenta pero que, a diferencia de la suya, estuvo tocada por la gloria y el misticismo. Casi todos los miembros de la familia, cada uno a su manera -escribiendo, uniéndose a pandillas, cantando y danzando o recordando-, trataron de regresar a sus raíces de maorita, porque como la razón lo dicta, cuando no se encuentra la solución a un problema que parece insalvable y sin salida, lo más conveniente es volver al punto desde donde se empezó. Y en este caso ese punto es la fuerza cultural y espiritual de unos ancestros que, como diría la traducción literal del título original de la película, alguna vez fueron guerreros.
La solución parece dar resultado, aunque no sin antes sufrir una dolorosa pérdida, porque a pesar de su final tono esperanzador y épico, las cosas todavía no son color rosa, nunca lo serán, parece que siempre permanecerán esos colores gris-ciudad y rapé-tatuaje con que está fotografiada eficazmente casi toda la película; que por demás, resulta ser otro aspecto igualmente destacable en esta producción: su concepción formal, traducida en la creación de imágenes que con efectividad sirven de soporte al discurso argumental, con un montaje igualmente acertado, rítmico y expresivo.
Seguramente pasará mucho tiempo hasta que volvamos a ver en la ciudad una película con las características de Somos Guerreros, porque sólo quijotescas salas como el Cine Centro se atreven a pasarlas, aunque sea por poco tiempo, pues ya sabemos del lamentable deterioro de la distribución en nuestro medio, el cual provoca que cada vez se cierren más salas en la ciudad -el Tetaro Opera fue la más reciente víctima- o que se conviertan en salas X, como también acaba de ocurrir con el Radio City, y a cambio se abre una infinidad de excluyentes salas en la periferia -con una oferta cinematográfica no necesariamente buena-, que hacen pensar en una elitización y, al mismo tiempo, en un empobrecimiento del arte más popular y fantástico del siglo.