Corsarios corporativos
Por Oswaldo Osorio
El término “patente de corso” era el permiso que un gobierno daba para saquear en mar abierto a los barcos de naciones enemigas. De ahí viene la palabra corsario. Ya los siempre lúcidos y cítricos Monty Phyton, en su magnífica película El sentido de la vida (1982), habían relacionado a estos salteadores marinos con la voracidad de las batallas en el mundo de los negocios, donde los rascacielos se convertían en barcos y los ejecutivos en piratas que destazaban yupis. No de forma tan literal, pero en esta película española del argentino Marcelo Piñeyro, los siete aspirantes a un puesto en una corporación son inducidos a que se comporten como corsarios entre sí, regidos por las premisas “cualquier cosa por el beneficio de la empresa” y “todo vale para conseguir lo que se quiere”, y en principio ese empleo.
A partir de este planteamiento, la lógica de los personajes y sus relaciones tiene que ver con la confrontación entre la ética propia y los intereses personales, frente a la ética de la empresa y los intereses de ésta. Con este conflicto de fondo, la película empieza a cuestionar sistemáticamente la ética y la personalidad de cada uno de los aspirantes. Por eso es que, para hacerlo, no hay mejor entorno que el corporativo. Además, sus guionistas, Mateo Gil y el mismo Piñeyro, atinadamente ubican la historia en medio de las manifestaciones públicas contra las corporaciones multinacionales, que ponen siempre sus beneficios por encima de cualquier cosa. En medio de este contexto, las discusiones y decisiones de estas siete personas resultan más significativas y se pueden apreciar las repercusiones globales que pueden tener las decisiones particulares de personas comunes como las que hay en esa sala de juntas.
El planteamiento argumental es sencillo: siete personas, en un mismo recinto, compiten por un puesto de acuerdo con una serie de pruebas que la empresa les pone. De manera que lo que vemos aquí es un retrato descarnado de lo que las corporaciones quieren de sus empleados y lo que los empleados están dispuestos a hacer por satisfacer los intereses de las corporaciones y así conseguir o conservar el puesto. Así que el “método” al que los somete la empresa en su proceso de selección, lo que hace es poner a prueba qué tanto la ética personal cede y hasta qué límites cada quien está dispuesto a llegar para complacer a la empresa y permanecer en ella, pero con esto probablemente renunciando a sus principios o acometer mezquindades que de otra forma no harían, como cuando uno de ellos insinúa que una de las aspirantes tiene menos posibilidades por ser mujer y, más aún, por ser ya un poco mayor.
La historia casi por entero se desarrolla en esa sala de juntas, pero en ningún momento es una película tediosa, porque la acción está en los diálogos, en los debates sobre la moral de cada uno de los personajes y sus infamias y triunfos, que siempre dejan mal parados a todos, desde el que gana hasta el que pierde. Se trata, entonces, de un estudio de la sicología del empleado, del profesional formado bajo el credo de la ganancia y el rendimiento, obviando necesariamente un humanismo esencial. Es drama puro, lleno de tensión y hasta suspenso, con secretos por descubrir y todo eso, pero aún así, hay espacio para el humor, pero no por las cosas cómicas que hacen los personajes, sino porque, desde afuera, vemos la ironía y el absurdo con que nos es mostrada esa situación. Por eso es una película lúcida e inteligente, que nos hace darnos cuenta de manera contundente cómo es que se maneja el mundo y quiénes lo hacen por nosotros.
Publicado el 7 de Diciembre de 2007 en el periódico El Mundo de Medellín.