Artesanía en la era del píxel
Por Oswaldo Osorio
Cuando el sicoanálisis abordó metódicamente el cine, el principal punto de referencia fueron los sueños. El cine se presentaba como un universo más parecido al mundo onírico que al real. No es gratuito que aquello de “fábrica de sueños”, acuñado por Ilya Ehrenburg hace tantas décadas, todavía sea un sinónimo del cinematógrafo. Por todo esto, la orgánica compenetración que pueden conseguir las imágenes fílmicas y las oníricas, si se conjuran de la forma indicada, pueden dar al espectador una experiencia tan fascinante y estimulante como desconcertante. Pero si además, el brujo del conjuro es nada menos que el más ingenioso y destacado realizador de video clips de la última década, entonces esa experiencia está garantizada.
Ya a este director francés se le había visto juguetear con imágenes muy similares a las oníricas en su amargamente encantadora Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), pero incluso mucho antes en sus video clips, buena parte de los cuales no sólo ya son clásicos del género, sino la base de una nueva e influyente tendencia, que incluso ha dado por llamarse “la nueva ola del video clip”. Lo de nueva ola es porque su universo visual es la antítesis de las manías y modas, no sólo del video clip sino del audiovisual reciente. Mientras el video clip tradicionalmente ha sido el imperio de la fragmentación y del uso de los efectos tecnológicos, los videos de Michel Gondry apelan a la continuidad de la imagen sin cortes y a la puesta en escena artesanal, es decir, creando sus mundos y efectos con objetos y espacios físicos, no simulados virtualmente con la limpieza artificial del píxel.
En esta nueva película suya eso es lo más llamativo de todo: por un lado, el universo físico que crea con una puesta en escena de cartón y trapo, y por el otro, ese universo onírico al que nos transporta su arte hecho con las manos, puntada a puntada. Qué diferencia al efecto que causa, por ejemplo, esa misma idea de crear universos oníricos en una película como La célula, que aun siendo atractivos y bien logrados, los de Gondry no sólo despiertan la admiración por su creatividad y nostálgica fascinación por su mundo de juguete casero, sino que este mundo resulta por completo consecuente con esa suerte de infantilismo y desorientación del protagonista y con su oficio de artista.
Con esta película había que empezar por el director y el aspecto visual, porque definitivamente resulta lo ser más atractivo y las razones por las cuales a nadie que le guste el cine debería dejar de verla. Aunque lo demás no es tampoco desdeñable, sí evidencia un poco que se trata del primer guión de este director. Pero a pesar de algunas inconsistencias en la narración, la película es contundente en transmitir ese estado, a la vez confuso y paradójico, de un personaje que a veces no distingue entre la realidad y el sueño. Lo onírico, entonces, se presenta aquí como un sustituto de la realidad, como un escape a un mundo donde es posible todo y donde las reglas físicas y lógicas pueden doblarse en favor de los deseos reprimidos durante la vigilia.
Pero lo que podría ser un lúdico juego con una realidad paralela, aquí se torna más bien en pesadilla, porque cuando Stephane cruza (sin saberlo) la línea que separa la vigilia del sueño (que en el original título se refiere a sleep y no a dream), lo que hace es poner en evidencia su desesperación y sus tormentos: la impotencia ante el amor, la madre sobreprotectora, la falta del padre, su sustituto imbécil, el fracaso vocacional, en fin, todo un festín para el diván del sicoanalista. El caso es que el espectador se angustia y desespera con la caótica e indefinida vida de Stephane, pero al mismo tiempo se divierte y entusiasma con la forma en que Gondry recrea los dos mundos en que se mueve este personaje y a los que está condenado, dormido o despierto, da igual.
Publicado en el periódico el 27 de abril de 2007 en El Mundo de Medellín.