El cine contra el cine (y contra la historia)

Por Oswaldo Osorio Image

El término cine se refiere a varios aspectos: a una técnica, que es distinta al video y a la imagen digital; a un lenguaje, que en principio tiene elementos específicos que lo distinguen de otras artes como el teatro, la literatura o el cómic; y es también un espectáculo, que está determinado por el rito social de ir al teatro y ver con las debidas condiciones una película, lo cual dista mucho de la experiencia obtenida por su simple visualización individual o por un pequeño grupo de personas en una habitación y en un televisor.

La película 300, de Zack Snyder, a pesar de que decididamente es cine, pues cumple con lo de técnica, lenguaje y espectáculo, tiene unas características que propician la posibilidad de que sean desviados estos aspectos en los otros sentidos ya enunciados, es decir, ya no sólo es celuloide, sino que muchas de sus imágenes son creadas digitalmente; de otro lado, su estética y parcialmente su lenguaje son deudores del cómic de Frank Miller en el que se inspiró; y por último, a pesar de su éxito en los teatros, ya son muchos los que la han visto, y más aún los que la verán, en el reducido formato de video.

Pero no porque haya una primigenia acepción del cine en sus distintos aspectos, quiere decir necesariamente que las demás variantes menoscaben esa inicial definición. Sólo podría pensarse así en virtud de un purismo que es incompatible con el dinamismo y actual vitalidad que todo arte debe tener. De manera que, como el cine es cada vez menos cine en su tradicional sentido, esta película sobre los 300 espartanos de la batalla de Termópilas puede verse como el ejemplo más claro de ese dinamismo del cine como un arte que se ajusta a los tiempos, como un arte que, haciendo justicia a su “juventud” en relación con los seis anteriores, no le teme a búsquedas y audacias.

Y ciertamente el filme se trata de una audacia, en principio porque era inevitable que el mundo del cine se le viniera encima, pues se trata de un relato esquemático y superficial al que prácticamente sólo le interesa su concepción visual, la cual, a su vez, está marcada más por la impronta del cómic y de los video juegos, donde el primero ya es otro arte, el noveno, y el segundo está reclamando serlo (de hecho sus seguidores en Internet lo están llamando el octavo arte, pasando por alto que este puesto lo ocupó la radio en su época de esplendor).

Sin embargo, pensar que su exclusiva preocupación en la imagen y sus mixturas con estas otras expresiones visuales son una suerte de anti-cine, sería anteponer el prejuicio al disfrute de una película, que en últimas no es otra cosa que una experiencia emocional, sensorial y estética, para la que, en definitiva, nada importa el origen de los elementos que usa. Entonces, si bien como técnica hay una preeminencia de lo digital y como lenguaje es limitado en el uso de los recursos del cine (guión, montaje, fotografía, puesta en escena), definitivamente sí es un espectáculo. Vista como es debido, es toda una experiencia sensorial y estética, un deleite visual por vía de la cuidada y efectista concepción de la imagen en cada encuadre y del dinamismo de la imagen en movimiento. Por eso es una película de cine para ver en cine, de otra forma es no verla y morirse del tedio con su historia simplona y esquemática. 

Porque, para ajustar, no se trata tampoco de una rigurosa lección de historia griega, pues su elemental argumento hace referencia apenas a un hecho legendario y su idealización por parte de Herodoto, y no a las circunstancias reales de las guerras médicas ni a los acontecimientos exactos ocurridos en Termópilas. El único riesgo con esto es lo que Marc Ferro llama “La paradoja de Potemkin”, que es cuando una película y su versión de la historia tienen un mayor efecto en el público que la propia Historia, con mayúscula. De ahí que 300 es una película que, para ser disfrutada y ponderada debidamente, requiere ciertos requisitos: verla como un relato apenas inspirado en un hecho histórico, tener afinidad por la estética del cómic y los video juegos, desprenderse de los prejuicios del purismo cinematográfico y disfrutarla como espectáculo visual y cinético en un teatro real y no el simulacro casero. 

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