Balada de odio y liberación
Por Oswaldo Osorio
La venganza puede ser un asunto espiritual, sobre todo si la historia de venganza nos viene de oriente, porque en occidente la cuestión casi siempre se resume al esquema básico de “voy lo mato y vuelvo”. Sólo habría que mirar las dos más célebres sagas de venganza de Hollywood, El vengador anónimo y Kill Bill, para comprobar de golpe lo diferentes que son los personajes interpretados por Charles Bronson y Umma Thurman, respectivamente, con el protagonista de esta impactante cinta surcoreana, en la que la venganza trae más profundas implicaciones que el irracional deseo de aniquilación del enemigo.
A Park Chan-Wook se le está promocionando en el mundo como el Quentin Tarantino de oriente, y si bien hay unos puntos en común entre sus películas, e incluso fue el mismo Tarantino quien presidió el jurado del Festival de Cannes cuando a este filme se le otorgó el Gran Premio, lo cierto es que la cosa es más bien al contrario, es decir, es el director de Kill Bill quien se ha alimentado del cine de oriente y, como hicieran los Spaghetti westerns con el western, tomó sólo lo más cinemático y llamativo visualmente. De manera que en la “trilogía de la venganza”, de la que Oldboy es la segunda entrega, se puede encontrar esa acción y visualidad tarantinesca, pero además potenciada por un trasfondo moral y existencial que la hace mucho más compleja, incluso turbadora.
Tal vez la principal constante de esta película es su efectismo. No tomado tanto como la aplicación de fórmulas para impactar fácilmente al espectador (aunque también hay algo de eso), sino como una honesta vocación para afectarlo, para sacudirlo con una imagen, un giro argumental o un acto de violencia, y así ponerlo a pensar, o al menos desconcertarlo, perturbarlo y dejarle incubada una inquietante cuestión que tal vez luego lo asalte mientras retoza tranquilamente o se lava los dientes. Se dice que Hollywood actualmente está haciendo justamente lo contrario, diseñando películas que no dejen pensando al espectador ni tampoco satisfecho de cine, porque cuando una película deja satisfecho al espectador, éste se demora más para volver al cine.
Ese efectismo empieza por un original planteamiento argumental, en el que un hombre es confinado por quince años en una prisión particular (!) por mandato de otro. El motivo de la venganza está ya enunciado, pero no la razón del drástico encarcelamiento. Toda la trama de la película gira en torno a desentrañar este misterio, y es en ese laberinto de situaciones, causas, consecuencias y motivaciones e intenciones de los personajes, donde el espectador se ve envuelto y dando tumbos de sorpresa en sorpresa. Porque cuando se acomoda en un estado de cosas en esa historia e identifica la posición de los personajes, entonces llega un giro aún más violento (visual y/o emocional) y cambia por completo el cuadro.
Entre todas esas sorpresas y giros se va construyendo una lógica de la idea de venganza cada vez más bizarra y compleja, una lógica que va desde ese odio ciego que convierte a un hombre en una máquina de agresión brutal, hasta una concepción épica y casi sublime del dolor, el odio y la existencia. Porque en esta historia sus personajes viven para y por la venganza, pero cuando se dan cuenta de que no se trata de un asunto tan simple (ni tan placentero, valga decirlo) como el “voy lo mato y vuelvo”, sino que la venganza implica muchas más cosas, entonces descubren verdades, de ellos mismos y de sus enemigos, y de alguna forma se liberan. Así que ésta es una historia de violencia extrema, de odio, pero también una historia que habla de la naturaleza del hombre y sus dilemas morales, incluso del amor, porque toda esta historia empieza y termina con el amor, vaya paradoja.
Publicado el 11 de agosto de 2006 en el periódico El Mundo de Medellín.