La suerte está echada
Por Oswaldo Osorio
El talento de Woody Allen parece inagotable. Lleva más de tres décadas haciendo (salvo en cuatro ocasiones) una película cada año. Pero lo más sorprendente de todo es que más de la mitad de su filmografía gira en torno a los mismos temas, y aún así, siempre tiene algo nuevo qué decir, casi siempre cautiva con sus historias y sus personajes y sus filmes resultan ser un probado estímulo intelectual. Desde Anni Hall (1978) buena parte de su cine se ha centrado en las relaciones conyugales, los sentimientos que se desprenden de ellas y sus implicaciones en la vida práctica y emocional. Sólo necesita de pequeños giros o variantes y tiene una nueva película, tanto o más reveladora que las demás.
Esta nueva cinta empieza como casi todas las suyas: chicos conocen chicas en medio de un ambiente intelectual y de clase alta. Pero dicha situación se complica cuando aparece el deseo de cruzar relaciones entre ellos, cuando surgen las dudas sobre los verdaderos sentimientos, cuando se ven obligados a hacer cosas para salirse con la suya o simplemente para salirse por completo de todo el asunto. La variación que propone en esta película (además de ser la primera que no se localiza en Nueva York) es que ya sus personajes no están sólo a merced de sus sentimientos, sino que también, en especial Chris, su protagonista, tienen que pensar en su estabilidad material, en su conveniencia social.
En estas condiciones, la ausencia del amor es una molesta certeza. El amor aquí es reemplazado por una mundana confortabilidad, por la costumbre, las decisiones adecuadas socialmente, la pasión e incluso el capricho. Pero esa suerte de anomalía sentimental tiene que explotar por algún lado y en este caso lo hace con un giro inesperado, casi inconsecuente con la rutina, la corrección y la pusilanimidad emocional que define a su protagonista. Pero ese dramático giro en realidad está sugerido desde el principio por diversas pistas, desde la constante presencia de piezas operáticas, pasando por la referencia directa a Dostoievski y su Crimen y castigo, hasta la premisa que propone el filme acerca de la suerte y el viaje hacia la fatalidad y la tragedia que parece insinuar casi desde el principio las circunstancias de su personaje central.
De este giro se desprende la culpa y el remordimiento, como en Crimen y castigo, y como en Crímenes y pecados (1989), una de las mejores películas de Allen que es sin duda el antecedente directo de Match point. Pero esa culpa es condicionada al factor suerte que la película propone a partir de la metáfora del tenis a la que hace alusión el título. La culpa cuando la suerte es favorable cambia significativamente, aunque el remordimiento permanezca. Pero hay quienes pueden vivir con ese sentimiento y sin amor, pero con el futuro asegurado.