Cuestión de humanidad

Por Oswaldo Osorio Image

 
“Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
¿Qué tiempos son éstos en que hablar sobre
árboles es casi un crimen porque supone
callar tantas alevosías
-Bertoldt Bretcht-

El mundo es occidental, así como sus imágenes y la atención que a ellas se les presta. Es absurdo ver cómo se movilizan personas y recursos cuando un noticiero muestra a una ballena atascada en una playa o por un oso que ha caído en un pozo, mientras que el mundo entero se quedó cruzado de brazos a pesar de haber visto el genocidio que se estaba llevando a cabo en Rwanda en 1994. En una época de intervencionismo y guerras preventivas por parte de las potencias, este hecho, como tantos otros que se han dado especialmente en África, sólo puede evidenciar la arbitrariedad y doble moral del “civilizado” occidente.

Esta introducción parece menos una crítica de cine que un alegato político, pero es que la película de Terry George así lo exige, porque el trasfondo y la motivación de todas sus acciones y personajes son un alegato político, una denuncia incluso, aunque con una década de atraso. Sin embargo, lo esencial del filme no necesariamente tiene que ver con esa esfera general de la política, sino más bien con el humanismo y la ética de unos pocos. De tal forma que es una historia que no pone tanto su acento en la violencia y las masacres, sino en los sobrevivientes y la posición que asumieron ante un momento tan siniestro, el más de la historia contemporánea.

La película parte de un caso y un personaje en particular para exponer toda la ciega crueldad del intento de exterminio de la etnia tutsi por parte de la mayoría hutu, así como la indolencia de occidente. El caso fue el de Paul Rusesabagina y sus esfuerzos por salvar a cientos de personas sólo con su diplomático ingenio y su buena voluntad. La trama es casi monotemática: la lucha de este hombre, hora tras hora durante días y persona tras persona entre miles, en contra de una absurda guerra fratricida y la corrupción criminal que la impulsaba y emanaba de ella.

Pero a pesar de esta suerte de uniformidad del argumento, es un relato que consigue una sorprendente tensión, siempre constante y en aumento, porque lo que está en juego es la cuestión suprema: la vida, y no de una, sino de cientos de personas. La película sabe transmitir muy eficazmente esto a partir de la permanente sensación de miedo, zozobra y fatalidad que se vive en cada escena, para lo cual contribuye en buena medida el personaje central (quien realmente existió) y la interpretación del actor estadounidense Don Cheadle, a quien cada vez se le ve mejor y con más interesantes roles.

Ya hemos visto esta película en muchas ocasiones: al personaje y la situación en La lista de Schindler, la guerra fratricida en innumerables cintas sobre guerras civiles y la doble moral de la comunidad internacional y la inoperancia de la ONU y los medios de comunicación en En tierra de nadie. Pero estas películas siempre son necesarias, es un compromiso del cine y de ciertos directores con su tiempo, porque son películas que de alguna manera contribuyen a crear una conciencia hacia el humanismo que tanta falta hace para que casos como los de Rwanda no se vuelvan a repetir.

Publicado el 5 de mayo en el periódico El Mundo de Medellín.

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