La alcurnia de un filme ordinario
Por Oswaldo Osorio
Estos tres últimos (o primeros) capítulos de la saga de la popular Star wars fueron hechos a partir de la nostalgia y el video digital, no del cine. Esta afirmación se refiere tanto a sus valores cinematográficos, en relación con el cine de su tiempo, como a consideraciones desde el punto de vista técnico que, inevitablemente, repercuten en elementos del lenguaje del cine, como la puesta en escena, el argumento y la narración.
La crítica de cine normalmente no se ocupa de este cine diseñado especialmente para reventar las taquillas, porque cuando se habla de una película ya bien vale para casi todas y esto implicaría repetir semana tras semana el mismo texto. Pero ésta no es cualquier película, sino la cinta que cierra uno de los capítulos más célebres e influyentes de la historia del cine, una importancia que en principio es desde lo cinematográfico y en su mayoría desde lo cultural e industrial.
El cine siempre ha sido ilusión, tanto en la creación de movimiento con imágenes fijas como en los universos que se inventa. Pese a que los realismos cíclicamente se ponen al día, la ilusión siempre ha prevalecido, al menos en el cine más comercial, en el cine espectáculo. En la saga de Lucas esta ilusión se presenta en muchos sentidos, además de los dos ya mencionados, también en que, de un lado, ahora con la tecnología digital la creación de ese universo cambia de naturaleza el proceso de puesta en escena, y de otro lado, la importancia y el supuesto valor artístico, al menos en las últimas entregas, descansa en cualidades extra cinematográficas como la publicidad y el mercadeo.
En cuanto al aspecto técnico, hay una diferencia fundamental entre la primera y la segunda trilogía. En medio de esos 16 años que las separan surgió y se desarrolló el cine virtual basado en la tecnología digital, es decir, ya el cine podía recrear imágenes sin necesidad de actores, escenarios, decorados, iluminación, etc., incluso sin necesidad de cámara ni película, sino que lo podía hacer desde un computador, dejando así de ser cine estrictamente hablando, porque ya no sería imagen fílmica sino imagen de síntesis.
Mucho por fuera nada por dentro
En 1977 la aparición de la primera película fue toda una revolución: cambió el concepto visual del cine de ciencia ficción (aunque Kubrick ocho años atrás con 2001: odisea espacial, le había abierto ya el camino); transformó –junto con los éxitos de Spielberg- el futuro de una industria que ya apuntaría siempre a estos golpes de taquilla; y creó una de las mitologías mas populares y completas del cine (que fue bien armada con retazos de otras mitologías históricas).
Aún así, esas primeras entregas resultaron tremendamente esquemáticas argumental y narrativamente. La elementalidad de sus planteamientos y la unidimensionalidad de sus personajes fueron una constante impuesta por esa subordinación de los contenidos y su solidez al espectáculo visual, los efectos especiales, la aventura, la acción y hasta el humor, porque son películas que tienen todo lo que exige la fórmula.
Pero nadie se fijó en estas carencias porque veía un producto original e impactante que estaba cambiando el cine. La segunda trilogía tiene las mismas características, sólo que ahora, en plena era Matrix, nada tiene de original ni influyente el exceso de efectos especiales, los mundos virtuales y los esquemas mitológicos. Todo eso ya lo había hecho la película de los hermanos Wachowski (y muchas otras más) con mayor fortuna en la complejidad de su historia y personajes y en la consistencia de las ideas desarrolladas.
Por eso, para espectador actual, para ése que no está armado con la nostalgia de las viejas glorias de la saga, esta última entrega es una película del montón, ya porque lo mire desde sus valores cinematográficos o aun desde el cine espectáculo. Es decir, sólo la alcurnia que posee como componente de una gran pieza de cine con importancia histórica, la justifica un poco ante lo mal librada que sale si se le compara con el cine (comercial) de su tiempo.