La película sin autor
Por Oswaldo Osorio
Se dice que el cine es puro entretenimiento, también que una película es una pieza autónoma que se debe explicar a sí misma, o que un filme de un buen director es sólo la reiteración o un capitulo más de toda su obra. Estas premisas, así como muchas otras, pueden funcionar como criterio para apreciar una película, sin embargo, aunque el planteamiento de cada una de ellas sea correcto, es posible que entren en mutuo conflicto. Eso sucede con esta película de Martin Scorsese, una cinta que, mirada desde el punto de vista de la industria, tiene muchas virtudes, es entretenida, provista de fuerza dramática y narrativa y con un gran poder visual. Pero si se le mira teniendo como referente el estilo y el universo scorsesianos, así como su larga y fascinante filmografía, entonces se antoja como una película tremendamente decepcionante, edulcorada y llena de concesiones.
La materia prima de la que parte el filme no podía ser más rica y llena de posibilidades. Se trata de la vida del multimillonario norteamericano Howard Hughes: sus aviones, sus películas, sus mujeres, sus batallas morales, legales y financieras y, por supuesto, sus graves dolencias. Son muchas cosas, demasiadas, aun para un filme de casi tres horas. Desde ahí empezamos a desconocer a Scorsese, a quien nunca se le había visto contar una historia tan desarticulada, casi episódica, donde raramente un aspecto está presente cuando se despliega otro, y únicamente se puede ver como elemento común a esa retahíla de acontecimientos la presencia de Leonardo Di Caprio, quien, valga decirlo de paso, si bien su enclenque figura no encaja mucho con la de Hughes, el material que le suministra este personaje le permite no sólo lucirse sino también ser verosímil.
A pesar de esta estructura episódica, la vida de este hombre fue tan intensa y exuberante, que cautiva y llama la atención en cada faceta y etapa de su existencia, la cual está definida, en esencia, por la naturaleza del genio y por la paradójica condición inherente a dicha naturaleza, esto es, la brillantez y el éxito de un lado, y una atormentada personalidad del otro. Por eso, la dinámica de vida de este personaje fluctúa entre la omnipotencia que le otorga su genio y sus fantastillones y la impotencia a la que lo reduce su trastorno obsesivo-compulsivo. De ahí que, de un momento a otro, pase de ser el hombre famoso rodeado de admiradores, empleados y amantes, al hombre solitario que se encierra en sí mismo y en una habitación por largas temporadas.
El contrapunto entre estos dos extremos es el que marca el ritmo dramático y argumental de la historia, el que sostiene la atención y el interés del espectador, aunque ayudada por un poco de pirotecnia visual y narrativa que se despliega, sobre todo, en los momentos de éxito y lucidez, donde todo es entusiasmo, dinamismo y glamour, para luego desarrollar la oscuridad y turbación de ese abismo mental en que cae el personaje. Y aunque esta segunda faceta es la mejor lograda, o al menos la que mayor fuerza tiene en el filme por su obvia carga de dramatismo, no está suficientemente explotada y se queda como otro más de los episodios del filme.
Así pues que estamos ante un respetable producto de Hollywood con toda su perfecta factura, vistosidad y eficacia en sus imágenes, un relato que soporta casi tres horas de metraje, que se apoya en unas sólidas interpretaciones y que consigue una cierta intensidad en su tratamiento. Es decir, un producto “oscarizable”, de manera que películas con estas características hay muchas, por eso es un filme que bien podría ser de un James Cameron, Ron Howard o Mel Gibson, porque a Martin Scorsese no se le ve por ninguna parte, no se le ve su creativa y enfática concepción de las fotografía y del montaje (a pesar de haber trabajado con su personal habitual) ni tampoco ese universo complejo y orgánico presente en casi todos sus filmes, que está definido no sólo por acciones, como en general sucede en El aviador, sino por la intrínseca relación que establece entre sus personajes y su entorno (físico y humano) y los profundos dilemas éticos, casi místicos, que siempre los marca y los potencia.