Escándalo y nada más
Por Oswaldo Osorio
Ser provocador y desafiante no es condición suficiente para elevar un filme a un rango de calidad o siquiera de importancia. El escándalo que ha producido esta película ha hecho que se hable en el mundo entero de ella y que el público asista masivamente a verla, lo cual hace que muchos supongan que está llena de virtudes, sobre todo por el tema y las verdades que dice sobre él, aunque no toman en cuenta es cómo lo dice, y a veces esto es lo que más importa en el cine.
Y es que lo que plantea esta película acerca de la Iglesia también puede ser expuesto en artículo periodístico o un reportaje televisivo, pero justamente por eso una película debe apelar a esa riqueza de recursos dramáticos y narrativos que tiene el cine para no sólo decir lo que quiere, sino hacerlo de manera diferente y hasta más efectiva.
Esta película prácticamente se centra en la anécdota que quiere poner en evidencia la corrupción al interior de la Iglesia y el clero. El tema no es nada nuevo, ni siquiera un secreto a voces, todos lo conocemos y el mismo director lo reitera cuando lo primero que nos dice es que su película está basada en un libro escrito hace más de un siglo. Además, ya lo hemos visto en innumerables películas, pues siempre que se nos habla de corrupción del poder hay una sotana de por medio.
Entonces el verdadero drama, el conflicto real de esta película debía estar centrado, no en la corrupción como tal sino como proceso. Para eso se nos muestra el padre Amaro desde su llegada al pueblo, para eso pone en juego el torpe recurso del atraco al bus y la caridad del padre para con el anciano, porque director y guionista parece que querían mostrar ese contraste entre el padre Amaro que comienza la película y el que la termina.
Amaro como Jeckill y Hyde
Pero justamente es en ese proceso donde falla todo el relato, porque nunca vemos al personaje de Amaro sólido en esa evolución. A pesar del incidente del bus, no queda claro si desde que llegó es corrupto y luego cambió, porque el salto es tan abrupto que en ningún momento convence. El padre Amaro parece Jeckill y Hyde, por esa forma tan repentina como se transforma, de un momento a otro la película lo convierte en un hombre de la peor calaña, acumulando en él una casi inverosímil sarta de defectos y mezquindades: es mentiroso, maquinador, lujurioso, vengativo, sacrílego, deshonesto, extorsiona, lava dinero, empuja a la joven a un letal aborto y, lo peor todo, no parece tener remordimiento alguno por todo esto.
Salvo un par de ocasiones, en ningún momento se evidencia el conflicto interno del personaje, que es donde debería estar el verdadero drama de la historia. Entonces resulta un personaje tremendamente esquemático y desdibujado en su complejidad, muy a pesar de la interpretación siempre convincente de Gael García Bernal. Igual ocurre con todo el relato, casi cada una de las situaciones y los demás personajes: todo es una puesta en escena superflua y esquemática (aunque perfecta en su técnica), sin más sentido y dimensión que buscar recalcar qué tan hundida está la Iglesia y sus ministros en asuntos non sanctos.
Muchos han querido interpretar este sospechoso énfasis de la película en las miserias terrenales de la Iglesia como una forma de apelar, como casi único fin, al “escándalo burgués buñueliano”, pero las intensiones de Carrera parecen también más terrenales, porque nada tienen que ver sus elementales planteamientos, que se quedan en lo anecdótico y en la ambigüedad o esquematismo de sus personajes, con los ricos e ingeniosos recursos utilizados por Luis Buñuel para denigrar de la Iglesia y la burguesía. Entre lo uno y lo otro está el genio de por medio y no sólo el deseo de escandalizar.