Así en la casa como en el país

Oswaldo Osorio

El cine iraní parece que solo lo hicieran expresidiarios. O al menos el que llega a nuestras carteleras, que suele ser el premiado y apoyado internacionalmente (léase Europa), casi siempre porque sus películas denuncian las injusticias y la represión del régimen. Así como Jafar Panahi, Ali Asgari y tantos otros, Rasoulof fue condenado a prisión por hacer películas que no hablan bien del estado de cosas en Irán. Pero con este nuevo título no escarmentó (como ninguno lo hace, afortunadamente) y repitió la dosis de denuncia y crítica, esta vez por la forma como son tratadas las mujeres en su país.

Un juez al servicio del Estado pierde su pistola de dotación y sospecha que alguna de sus dos hijas, o hasta su esposa, la tomaron para perjudicarlo. Esto sucede al mismo tiempo que en Teherán se presentan manifestaciones donde las mujeres, a pesar de las violentas represiones y múltiples encarcelamientos, protestan por las imposiciones del régimen, que empiezan por el uso obligatorio del hiyab y prohibiciones en su indumentaria. Pero claro, el velo sobre su cabeza solo es el símbolo de una condición subalterna y de constante amenaza en que viven las mujeres en ese país, y por extensión en el mundo islámico, así como la relación de las mujeres de esta familia con el juez resulta una clara expresión del funcionamiento del sistema.

El título y el epígrafe de la película hacen referencia a un árbol que crece sobre otros y termina estrangulándolos con sus raíces. La verdad, no sé bien si esta metáfora sugerida quiere hacer alusión a que las mujeres son estranguladas por el sistema o que estas, en su lucha actual, finalmente terminarán sofocando a aquel. Lo cierto es que habla claramente de un conflicto que parece de vida o muerte y en el que solo puede haber un sobreviviente, quien vencerá de forma violenta e inexorable.

En ese laboratorio de país que es la familia del juez, el conflicto comienza sugerido por un padre distante y al que se le debe guardar un respeto reverencial. Sus hijas son como de su propiedad, y por tanto, como tales, debe proteger y controlar. Pero con la desaparición de la pistola, la tensión se empieza a equiparar con la de las calles, donde los bandos están bien definidos y la violencia latente se torna real y, en últimas, fatal. Pero en este difícil trance doméstico lo que más llama la atención y es manejado por el guion con gran habilidad, es la construcción del personaje de la madre y las posiciones que asume ante esta crisis. Los demás personajes están claramente definidos, incluso arquetípicamente, pero la madre resume la complejidad del problema y de la situación de este país teocrático, donde hay dos posiciones extremas y ninguna posibilidad de un punto medio, de una conciliación, así que ella pendula entre ser la autoridad que debe mantener el orden, pero también la mujer que comprende la inequidad y represión en que viven sus hijas. Con una fluidez y credibilidad sorprendente, ella puede pasar de un bando al otro, aunque, inevitablemente, llegará el momento en que se verá obligada a definirse por fin.

Sin embargo, no todo es virtud y relevancia en esta película. Su gran debilidad es su incapacidad para concretar lo dicho, que en realidad siempre fue muy claro y definido, en menos tiempo. Es decir, fue innecesario esperar casi tres horas de metraje para entender lo que quería decir; y ni hablar de ese último segmento en el pueblo del juez, donde la sobriedad de la puesta en escena previa se desbarata con ese torpe juego del gato y el ratón en que él se trenza con “sus mujeres”, para finalmente terminar en un clímax de pantomima y aburridamente predecible. Claro, esto no opaca sus valores, pero sí hace la diferencia entre ser solo una película importante a ser una gran película.

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