La gran ramera
Oswaldo Osorio
Esta película puede ser fascinante para un cinéfilo afecto a la mitología temprana del cine de Hollywood, pero también puede resultar extravagante, larga e insoportable para espectadores más desprevenidos o que disfrutaron del amorío melifluo y trillado de La La Land, dirigida por el mismo Chazelle. Y es que esta audaz y desinhibida obra es de esas que divide al público en dos, entre amores y odios. Este texto pertenece al primer grupo, el del cinéfilo que disfrutó su historia y excesos.
Es posible que el título haga alusión a Hollywood Babylon, aquel polémico libro del cineasta vanguardista Kenneth Anger, publicado en 1965, en el que relató la crónica roja y los escándalos de la Meca del cine desde sus inicios hasta mitad de siglo. Aunque la famosa ciudad mesopotámica fue centro de poder, cultura y progreso, fue por la nefasta herencia de la Biblia que solo trascendió a nuestros tiempos su remoquete de “La gran ramera”, una ciudad de lascivia y vicios. Su equivalente en el siglo XX fue Hollywood, en especial entre los años veinte y principios de los treinta, hasta cuando llegó aquel tristemente célebre código de autocensura, impuesto por el puritanismo de Hays, y terminó la fiesta de sexo, alcohol, drogas y elefantes.
Ese es el contexto social y moral de esta película. Pero todavía falta el cinematográfico, que tal vez sea el más apasionante de la abundante y accidentada historia del séptimo arte. Porque este periodo es, justamente, el de las luchas del cine por consolidarse como una industria y por ser reconocido como un arte. Es cuando hacer cine parecía como estar jugándose la vida en el salvaje oeste y, al mismo tiempo, aparecer en él era signo de fama y glamur. También fue la época en la que se posicionó el concepto de Sistema de estrellas (la base de la industria), se establecieron los grandes estudios y se dio el salto al cine sonoro. Después de esta turbulenta era, el cine de Hollywood se estabilizaría durante décadas.
Así que la primera decisión acertada de Damien Chazelle fue elegir este periodo para contar su historia. La otra fue escoger a sus cuatro personajes, en especial al del actor consagrado que empieza a ver su declive (Brad Pitt) y al de la joven vulgar que rápidamente se convierte en una estrella (Margot Robbie). Los otros dos son un trompetista negro, quien es una obvia alusión a Louis Armstrong y a la incursión del jazz en la banda sonora del cine; y un joven mexicano que, a fuerza de disciplina e inteligencia, comienza una prometedora carrera como productor.
Aunque el productor parece el protagonista, en realidad su función principal es ser el hilo conductor del relato y la excusa de la cámara para mirar a un lado y otro. Con él empieza la historia cuando el cine está cuesta arriba y bajo la mierda de un elefante, y con él termina cuando el cine es el principal mito del siglo XX. En medio de eso hay un universo de alboroto y trepidancia en el que son reconocibles innumerables referentes del periodo, ya sea como caricatura u homenaje: la muerte de una joven enfiestada con Roscoe “Fatty” Arbuckle, el despiadado chismorreo de la columnista Louella Parsons, el aura de poder del productor Irving Thalberg, el arquetipo de galán de Valentino, la forma de dirigir de Erich von Stroheim, la presencia de Alice Guy-Blaché tras la cámara y, entre muchos otros, las circunstancias de la llegada del cine parlante.
Este último evento es central en todo el relato y con él las muchas alusiones a Cantando bajo la lluvia, ese clásico de 1952 que ubica su historia en esa transición tecnológica y narrativa del cine. Chazelle, con un evidente amor y respeto por el filme de Gene Kelly y Stanley Donen, no solo recrea escenas, personajes y diálogos, sino que incluso reproduce apartes de él al final. Es un bello y coherente homenaje que emociona a cualquiera que tenga claro que ese es el mejor musical de la historia del cine.
Bueno, va mucho texto y todavía no he hablado de personajes o ideas más puntuales distintas al cine y su contexto en esta época. Pero es que esto es el verdadero centro del relato, aun los personajes de Pitt y Robbie, por más fuerza y colorido que tengan, son también un vehículo para reflejar asuntos más grandes que ellos, ya sea la cruel e indolente práctica de la industria de desechar, luego de sus quince minutos de fama, a quienes son su recurso más valioso, las estrellas; o tal vez ejerciendo el poder opuesto, al demostrar su facilidad para crear de manera inmediata, con ese mismo polvo de estrellas, a una famosa diva sin que se le note el pantano que trae en los pies.
Con todo y esto, es una película que prácticamente no cuenta con un argumento, no uno convencional. Es cierto que el personaje del productor jalona el relato, que dicho relato alternadamente pega en las bandas del galán y la diva, que eventualmente visita al trompetista, pero a toda la narración le interesa menos el avance de una trama que ir dando luz a ese gran fresco del cine, dicha ciudad y esa época, lo cual hace a partir de una seguidilla de escenas, ya sean pequeñas y de humor fácil (como la de la pelea con la serpiente), o disparadas y megalómanas (como la de la fiesta o de la mina), o incluso profundas y perfectamente escritas (como el encuentro entre la columnista y el galán).
Es cierto que tal vez se alarga un poco y hacia el final las cosas se salen de toda cordura, pero a esas alturas, y de acuerdo con el código propuesto desde el principio, cualquier cosa era válida o podía suceder, incluso ese directo flirteo con el cine experimental a manera de bombardeo visual del final, con el cual de nuevo quedó claro que la premisa de esta película era el cine mismo, su amor y pasión por las imágenes y la locura y fascinación por un periodo que nunca se volverá a repetir.
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