Relatos de fracaso y desazón
Por Oswaldo Osorio
Directores con un cine que gusta con frecuencia de visitar y ahondar en las miserias humanas hay muchos. Los hay melodramáticos y acongojados, como Fassbinder; enfermizos y delirantes pero a la postre esperanzados, como David Lynch; poéticos y compasivos, como Paul Thomas Anderson; descarnados pero conmovidos con el dolor y la crueldad, como Arturo Ripstein; o temerarios y reflexivos, como John Huston. Todos estos directores han elegido esos temas y personajes porque ven en ellos un valor, además de narrativo, humanista; porque les parece más propicio y eficaz definir al hombre y a la sociedad de la que hace parte por sus debilidades y carencias. Hablan de ellos porque de alguna manera los toca, los conmueve y quieren redimirlos, cada uno a su manera, aunque las cosas no siempre puedan terminar bien. El director norteamericano Todd Solondz hace poco entró a hacer parte de este -podríamos bautizarlo- sombrío grupo. Pero algo lo diferencia del resto del grupo, algo que tiene que ver, tal vez, con su motivación al elegir estos temas y personajes, así como la relación que establece con ellos. Por eso sus historias y la forma de referirse a estos personajes resultan inevitablemente diferentes, y no necesariamente para beneficio de su cine en relación con el de los del grupo.
Aunque Todd Solondz debutó en el cine con Fear, anxiety & depression (1989), se le conoció con una película llamada Bienvenido a la casa de muñecas (Welcome to the dollhouse, 1995) y luego su nombre se escuchó un poco más fuerte en el mundo del cine gracias a Felicidad (Happiness, 1999). Ambas películas fueron crudos relatos de personajes grises, solitarios y consternados. De acuerdo con estas películas, en el cine de Solondz el bienestar existencial y social son una falacia que padecen todos aquellos que pueblan su universo triste y desolador. Aparentemente todo es normal, pero justamente sus historias develan y recalcan la falsedad y doble moral de esta normalidad, todo contado con un lenguaje visual muy concreto y poco vistoso, casi pobre, pero con un certero talento para crear situaciones dramáticas y personajes que, a pesar de los extremos que llegan a tocar, pueden ser conmovedoramente reales y turbadores. Estas mismas características definen también su nueva película, Historias prohibidas (Storyteller, 2001), una vuelta de tuerca a su universo de fracaso y desazón, que ya, a fuerza de reiteración, empieza a hacerse menos atractivo y más propenso para que se le pongan reparos, aunque todavía conserva su tremenda fuerza turbadora y provocadora, una fuerza de la que ningún espectador puede decir que salió bien librado.
Ficción
Solondz empieza a romper con las convenciones del cine desde la misma concepción de su película, la cual no relata una historia, como es tradicional, ni tampoco varias, como es frecuente, sino que su largometraje está compuesto por dos historias de desigual duración y sin ninguna relación entre sí. Aunque se podría decir que las une la ineluctable vocación al fracaso de sus personajes y la desazón que esto y muchas otras cosas le ocasiona.
El primer relato es aparentemente simple: un rígido profesor de literatura, una estudiante, su novio con parálisis cerebral y el sexo de por medio. La película nos habla de prejuicios, de inseguridades, de descarnada competencia y frustraciones, en medio de una atmósfera universitaria que es un nido de víboras y nada tiene que ver con las fiestas, diversión y desafuero que Hollywood siempre nos ha pintado. Se trata de un agrio relato donde nadie está contento ni disfruta la vida y la insatisfacción es la impronta de cada jornada. Pero llega el momento de satisfacer los deseos (negados y manifiestos)… y la frustración aumenta, se encaja en el pecho y se queda, en cada personaje y en cada espectador.
No ficción
Otro relato. Otro estudiante, pero esta vez de bachillerato, o high school que llaman allá. A diferencia de los universitarios con aspiraciones literarias y sexualidad insatisfecha, éste joven no tiene expectativas en la vida, tampoco ambiciones. Vagamente piensa que quisiera ser famoso. Lo rodea otro grupo de fracasados, pero de la peor calaña: los que no se dan cuenta de que lo son. Nuevamente le vemos el retrato de lo que piensa el director que es la típica familia norteamericana de clase media, la de los suburbios, un grupo que Solondz mira sin ninguna simpatía, casi con odio y desprecio: son ignorantes y prepotentes, de una estupidez que da pena ajena y con unos principios morales y sociales de una ambigua asepsia plagada de prejuicios.
Aquí retomo ese aspecto del cine de este director que lo diferencia del “sombrío grupo”, el único aspecto que se puede poner en entredicho de su obra y su estilo: esa relación suya con sus historias y personajes, esa saña con que hurga en la miseria, la mezquindad y la fatalidad del hombre moderno, del norteamericano medio. No se evidencia una cercanía y una compenetración con esos universos que recrea, al contrario, parece que los toma entre índice y pulgar, parece que se siente superior a ellos y disfruta undiéndolos en su excrecencia existencial, en su ciega y vacua cotidianidad. Esa actitud hacia sus historias es lo que no deja que la satisfacción con su trabajo sea tan plena como contundentes sus películas.
La voz general se refiere a él celebrando su irreverencia y su humor negro. Pero más que irreverencia hacia ese “infierno de los suburbios” y a sus habitantes, que son el blanco preferido hacia el que apunta sus ácidos relatos, parece que les profesa una repulsión y un profundo desprecio, al punto de ungirlos siempre de un penoso patetismo y hundirlos en la humillación, cuando no en la total destrucción, como si se tratara de un enemigo de una guerra entre bárbaros que no sólo hay que vencer sino también arrasar. Por eso la mayoría de sus personajes parecen haber perdido toda dimensión humana y se antojan desdibujados por el evidente esfuerzo de Solondz en crear antihéroes.
En cuanto al humor negro, si las películas de Todd Solondz producen risa en algún momento es, justamente, por esa falta de aprecio y consideración para con sus personajes, por esa distancia que toma de ellos. Incluso se podría hablar de falta de ética para con ellos si lo relacionamos con Toby Oxman, el personaje de su segundo relato. Lo cual no es nada descabellado si tenemos en cuenta la afinidad de sus oficios (ambos son realizadores “incomprendidos” por los productores) y el intencional parecido con el actor que lo interpreta (Paul Giamatti). Así como Toby Oxman en su documental trata a su confundido adolescente de forma lastimosa y patética hasta el punto de provocar la burla de su público de ensayo, todo por una decisión de tipo comercial y no ética, de igual manera los espectadores de Historias prohibidas se ríen de casi todos los personajes y situaciones que Solondz presenta, desde el mismo documentalista hasta los prospectos de escritores del primer relato.
Creo que me ensañé también un poco con este aspecto del cine de Todd Solondz, pero es para poner de relieve que así como siempre se tiene que ser implacable con los directores complacientes, de igual forma no se puede caer en la trampa de celebrar a los sospechosamente anti-complacientes como Solondz. Más aún cuando todo su éxito y notoriedad descansa en buena medida en este aspecto, sin que se muestre demasiado virtuoso en otras tareas del cine, como su narración, que le funcionó mejor en su historia corta y le quedó un poco grande el esquema que se propuso en Felicidad; o en su manejo visual, más bien plano y convencional para su cine poco convencional; o incluso en sus argumentos, que ya se están quedando sin nada qué decir.
Todo esto tal vez resulta ambiguo. Porque inicialmente pareciera que me uno al coro de los que reconocen las virtudes del cine de Todd Solondz, y de hecho lo hago, porque es inevitable no ser tocado y confrontado por sus historias, conmocionarse impotente en la butaca con tanta crueldad y tanto dolor y hasta sentir cierta morbosa fascinación; pero después me voy lanza en ristre contra su forma de concebir y tratar ese universo que le interesa y los personajes que lo habitan, pero es que ya ahí empieza a operar lo racional y es difícil pasar por alto esa relación del director-dios y lo injusto que parece con sus criaturas. Pero es que esa ambigüedad es inherente a la crítica, que percibe con la pasión y escribe con la razón.