El lugar común hecho discurso
Por Oswaldo Osorio
A pesar de que varios de los buenos títulos del cine argentino de las últimas décadas se le deben al director Adolfo Aristaraín, su última película, Martín (Hache) (1997), deja bastante qué desear en el planteamiento de su historia, en el tono retórico con que fue concebida, en su narración y, sobre todo, en la construcción y dinámica de sus personajes, elemento este último sobre el cual está fundamentada casi toda la película.
Lejos están sus historias intensas tipo Tiempo de revancha (1981), o las bien contadas como Los últimos días de la víctima (1982), y más lejos todavía las virtudes de ese gran filme titulado Un lugar en el mundo (1992); porque pareciera que el cine de Aristaraín, después de comenzar las coproducciones con España, se ha visto obligado a hacer algunas concesiones que han ido en detrimento de su calidad, algo que se evidenció especialmente en su anterior y desafortunada La ley de la frontera (1996).
Palabras, palabras, palabras
Esta nueva coproducción hispano-argentina dirigida por Aristaraín, parece ser de esas que están hechas para gustar a casi todo mundo, en especial al público entre los 20 y 35 años, que es, precisamente (¿casualmente?), el público que más va al cine. Es una película que, por el tipo de temas que retoma y la manera proverbial y efectista como los trata, se podría definir como de “palabra fácil y pensamiento débil”. Parece una acusación muy grave para una película que ha gustado tanto, pero es sabido que si el gusto general dictara las pautas para hacer películas, el arte del cine estaría en serios problemas; además, hay mucha maneras de sustentar lo dicho:
Lo primero, lo más evidente, lo que la denuncia como una película hecha para agradar al público y recuperar la inversión y no para ser consecuente con una idea, con un tema o con su mismo autor, es la construcción y dinámica de los personajes. El primer paso que dan Aristaraín y su co-guionista es inventarse a cuatro personajes prototípicos que hagan juego entre sí, que sean distintos pero que no se vayan a repeler, cuatro personajes con los que se puedan identificar amplios y diferenciados sectores del público: un joven rebelde y desorientado; una mujer hedonista, vivaz y liberada; un bisexual irreverente y provocador; y un hombre ya maduro, pragmático y de carácter obstinado; esto es, hijo, amante, amigo y padre.
El segundo paso fue juntarlos con cualquier excusa, y el tercero, escribirle a cada uno unos discursos en los que definieran el esquema del personaje que representaban y defendían, y con los que hicieran gala de esas filosofías cotidianas y personales que todos conocemos muy bien: “el trabajo es una maldición de los dioses”, “hay que hacer lo que a uno le gusta en la vida para que el trabajo no parezca tal”, “las drogas son una forma de conocimiento pero no nos debemos dejar dominar por ellas”, “no quiero suicidarme pero tampoco me importa si vivo o muero”, en fin, parlamentos llenos de supuestas verdades, frases y teorías contundentes, dichos con toda la gracia y elocuencia que se les ocurrió a los guionistas en sus largas horas de trabajo, de manera que los distintos sectores del público, que ya han tomado partido por uno o varios personajes y sus correspondientes tipologías, suelten un risita, una carcajada o le digan a su compañero de butaca “eso mismo pienso yo” (y esto no es sarcasmo sino una anécdota).
Pero en realidad, lo que vemos en estos cuatro personajes -que son la película misma- son meros modelos de su prototipo, vemos esquemas moldeados y maquillados artificialmente con TODAS las características del espécimen que pretendían recrear: el joven, la mujer, el bisexual y el adulto. Cada uno de ellos tiene momentos estelares en la película, cada cual tiene sus escenas de lucimiento, en las cuales muestran de qué están hechos, en las que evidencian con forzada obviedad las piezas prefabricadas con las que han sido construidos. El ejemplo más patente (y patético) de esto, es aquella secuencia en la que Dante, el amigo bisexual, “ese ser tan especial, tan bacano y que dice cosas tan tesas”, recalcándonos que es un irreverente, deja la obra en que actúa, no sin antes dar uno de esos discursos tan efectistas como rancios y elementales que abundan en toda la película.
El cine también es imagen
Martín (Hache) pretende ser un acercamiento a las diferencias de personalidades, de generación y de género, pero se queda en la retórica de las tipologías que ha construido, un retórica demasiado cargada y postiza, trillada y con la única fuerza de la reiteración y los juegos de palabras. De ahí uno de sus principales defectos: su pobreza narrativa. La historia nos es contada de manera dispersa y dilatada, sin mucha definición y sin más ritmo que el de la velocidad de las palabras y los discursos. Desde el principio empieza a cojear con la demora de su planteamiento y la presentación de los personajes, para que después no sirva de nada, pues es lo mismo que vamos a escuchar durante el resto de la película.
Esta pobreza narrativa y el exceso de retórica, nos hace cuestionar acerca del desperdicio que hace del discurso y el lenguaje cinematográficos. Una radio novela hubiera estado bien como medio para transmitir esta historia y su contenido, porque Martín (Hache) es poco lo que tiene de cine, sólo hablan y hablan, no nos cuentan nada con imágenes y la banda sonora es acaparada por los parlamentos, en detrimento de la música y los efectos sonoros. Woody Allen o Eric Rohmer nos han demostrado que el cine puede ser retórico sin dejar de ser cine.
De las fallas en su narración deriva su escaso sentido dramático, el cual está inmerso en los mencionados discursos o trata de ser salvado con golpes de efecto o con la excesiva presencia de la droga que le sirve de comodín a la trama: sirve para iniciar discusiones, para calmarlas, para unir o desunir, e incluso, sirvió para comenzar y terminar la historia. Al final, el sacrificio de uno de los personajes, una sentida video-despedida y el afianzamiento de una gran amistad, tratan de darle el dramatismo y la intensidad que los poco originales y esquemáticos discursos-parlamentos no pudieron darle a la película.
A pesar de esta perorata, no se puede negar que Martín (Hache) tiene sus buenos momentos, sus frases ingeniosas y todo eso, además, cuenta con un muy buen reparto, o si no, ¿De qué otra manera tanta gente habría caído en su trampa? Pero nadie puede decir que le contaron algo nuevo o de manera novedosa, tampoco que, en términos formales, es una buena pieza de cine y, mucho menos, que es una película que, más allá de los estereotipos y la retórica, verdaderamente profundiza en la naturaleza y condición humanas, bien sea reflexionando, no sólo con palabras sino también con acciones, o a través de gestos, de diálogos realmente sutiles y sugestivos o de una completa y compleja construcción de los personajes y su interrelación entre los demás.