La vida del artista es gris y va para atrás
Por Oswaldo Osorio
La mejor película de todas en esta última edición del Festival de Cine de Cartagena, en mi opinión, fue La nube, de Fernando Solanas, una película hermosa e inteligente, con una lucidez velada por un sentido poético y alegórico que acompaña permanentemente a las imágenes, los personajes y las situaciones. Por eso, con esta película el veterano director argentino se sitúa nuevamente a la vanguardia del cine de nuestra región y con su obra se acerca cada vez más a ese ideal llamado Nuevo Cine Latinoamericano.
A Fernando Solanas se le conoce desde que este ideal se comenzó a gestar, desde que la situación política de casi todos los países latinoamericanos ameritaba una intromisión activa del cine y sus realizadores. Su obra, aunque corta, le ha sabido tomar el pulso a la vida y al cine de Argentina, y por extensión de América Latina en general. Lo ha hecho desde el cine militante de La hora de los hornos (1968) con el grupo Cine Liberación, pasando por las reflexivas Sur (1988) y El viaje (1995), hasta esta nueva película, en la cual se evidencia ante todo la presencia de un autor.
El grotetismo
Aunque los tiempos han cambiado, y con ellos la situación político ideológica de la mayoría de los países latinoamericanos, los problemas propios de una región en vías de desarrollo persisten. Por esta razón, si alguien quiere hablar en el cine de estos problemas, ya no sirve de nada ese cine militante, a veces panfletario, esos manifiestos políticos materializados en documentales de cuatro horas, hechos a varias manos, tal como fuera el caso de La hora de los hornos. Tampoco es suficiente excusar la precariedad de recursos con tópicos como "cine imperfecto" o "estética de la pobreza".
Ahora se necesita otro lenguaje, otra forma de comunicar las reflexiones sobre una problemática a un espectador cada vez más apático ante eso de comprometerse. Solanas es consciente de esto, por eso, lo que nos dijo hace treinta años de manera directa y beligerante, con todo el rigor del discurso político, ahora nos lo muestra alegóricamente, con un tono poético y a veces surreal, con la fuerza inquietante del absurdo y con la expresividad del esteticismo de las imágenes.
En La nube Solanas nos cuenta una historia que él mismo define como "grotética", es decir, unas situaciones y personajes que se encuentran entre las fronteras de lo grotesco y lo patético. El grotetismo lo viven y padecen los integrantes del teatro El espejo, toda una institución cultural en Buenos Aires a la que no le sirve de nada el reconocimiento obtenido luego de un par de décadas de funcionamiento, para evitar ser olvidada por el estado, y más aún, para evitar que sus instalaciones sean derribadas.
Esta película es un alegato un poco nostálgico, una denuncia, implícita y poetizada, de la burocracia y del desamparo al que el estado tiene sometido a la cultura. Es un retrato bufo y desesperado de estas gentes que luchan por el teatro, por el arte, un retrato retocado con ingenio de los obstinados promotores de la cultura y de otros especímenes aledaños, como los ex teatreros que se han vendido a otros señores como la televisión o como la misma ineficiente maquinaria burocrática oficial.
Como un cangrejo mojado
Aunque por suerte se ha olvidado de ese "cine imperfecto" o de la "estética de la pobreza", esta película sigue siendo consecuente con aquello del "tercer cine'', ese cine latinoamericano con identidad propia que ha pretendido ser una alternativa formal y temática frente al cada vez más imponente cine de Hollywood. Por eso, con La nube vemos efectivamente una película distinta, una propuesta fresca y por momentos muy audaz. Empezando por su narración, que se nos presenta algo fragmentada y tumultuosa, pero no por eso compleja o incomprensible.
Esta manera de contar y eso que nos cuenta, tiene pues un estilo propio, crea una atmósfera y una dinámica particulares que complementan se espléndidamente con la concepción visual del filme, una concepción que está marcada por la imagen recurrente de unas cosas (carros) que se desplazan hacia atrás mientras otras (personas) hacia delante, o viceversa; y marcado también por un invariable ambiente lluvioso y por colores grisáseos que parecen solidarizarse con los tiempos sombríos que vive la cultura.
Este contrasentido de las cosas, la lluvia y el registro grisáseo de la fotografía, no sólo sirven de soporte visual efectivo y complementario, sino que logran una gran belleza, dimensionando así el sentido poético y surreal de todo ese ambiente recreado, de la pesadilla de mendigarle a funcionarios públicos un pedazo de pan para la cultura y de ese permanente abatimiento en que se encuentran sumidos todos los personajes, esos actores que están al borde del abismo, llámese muerte, vejez, desempleo o repatriación, un abismo al que saben que caerán tarde o temprano.
En definitiva, La nube tiene una propuesta visual y narrativa fresca y llamativa. Además resulta eficaz en el tratamiento de una temática necesariamente recurrente en las sociedades modernas, principalmente en las que están en vías de desarrollo. Pero, como Solanas, muchos realizadores de estas latitudes han caído en la cuenta, han aprendido la lección: ya no se pueden hacer panfletos anti burocracia o anti ineficiencia estatal, porque nadie los tomaría en serio; ahora el lenguaje que se debe usar es otro, ese nuevo lenguaje, adaptado a nuestras particularidades, es el Nuevo Cine Latinoamericano, no ese del que tanto se habló hace unas décadas, sino un cine que con películas como ésta todavía se está construyendo.