¿La virtud está en el artificio?

Oswaldo Osorio

No pretendo negar el indudable ímpetu dramático de los filmes de Alejandro González Iñárritu, ni la fuerza de sus personajes o la intensidad que consiguen sus historias gracias a los recursos narrativos que utiliza. Todas esas características están presentes en sus cinco largometrajes. No obstante, a pesar de estos adjetivos, tampoco implica que necesariamente haya una especial virtud en estos elementos, los cuales, si se miran detenidamente, evidencian una cierta tendencia al artificio y el efectismo.

Y no es que no pueda haber artificio y efectismo en el cine, al contrario, buena parte de la industria está basada en ellos y funcionan de maravilla, pero otra cosa es que estén presentes en películas que pretenden abordar unos temas y personajes serios y cargados de realismo, como las de González Iñárritu. Ese artificio empieza por la misma concepción de sus historias y personajes, un amasijo de elementos cruentos y extremos: desahuciados, trágicos accidentes, adictos, venganzas, asesinatos premeditados y al azar, y un largo, truculento y sórdido etcétera.

Birdman no tiene tantos excesos y se concentra en un solo personaje y en una premisa clara y sólida: una vieja estrella de Hollywood que se quiere reinventar haciendo una obra de teatro, y con ello demostrarle al mundo, y a sí mismo, su valía. A partir de esta premisa, efectivamente el director crea el inquietante retrato de un hombre y sus batallas internas, determinadas por el pulso que se da en la vieja confrontación entre arte e industria, así como las repercusiones que esto tiene en la valoración que se hace de los artistas según opten por lo uno o lo otro.

Sus inseguridades como hombre, padre y actor son puestas de manifiesto de forma lúcida y angustiante en cada escena y recurso de la película, empezando por esa voz de sí mismo que retumba en su interior, la cual resulta tan contundente como -claro que sí- artificial y efectista. Por eso tal vez lo mejor y más honesto de este filme no es tanto esa suerte de esquizofrénico desdoblamiento del personaje central, sino la manera como los demás personajes lo reflejan y contribuyen a complementar la premisa del relato. Porque una buena forma de conocer a alguien es observar sus relaciones con los demás y cómo estos lo perciben. Además, de paso, ese coro de personajes también evidencia sus voces y demonios internos.

Pero mi reparo con este filme es que, para dar cuenta de este personaje y su premisa, González Iñárritu recurre a sus viejos trucos, que subrayan sobremanera lo que quiere decir o extorsionan las emociones del espectador. No están aquí las peripecias narrativas de sus tres primeras títulos (las rupturas -muchas veces gratuitas- de la linealidad narrativa en Amores perros, 21 gramos y Babel), pero sí ese falso plano secuencia, que a veces es ideal para respaldar al personaje o una situación, pero otras solo es pura vanidad técnica; por otro lado, están la hija en rehabilitación, el posible embarazo, los excesos de aquel actor del método y ni qué decir del par de giros forzados -y muy complacientes- del final, todo lo cual es constatación de su necesidad de crear el drama desde afuera, a partir de elementos extremos, artificios y efectismos.

Publicado el 7 de febrero de 2015 en el periódico El Colombiano de Medellín.

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