Cine de misterios y de ambientes
Por Oswaldo Osorio
La alquimia del cine está en el proceso de convertir las palabras en imágenes, en pasar del guión a la puesta en escena. Esta película, de creerles a los jurados de premios y convocatorias, partió de un guión lleno de virtudes, las mismas que se reducen notablemente al momento de ver el resultado en la pantalla. Parecía una película colombiana distinta, prometedora en su propuesta y atractiva visualmente, que además se valía de los códigos del siempre seductor cine negro, sin embargo, ese guión que ganó tantos premios termina por venirse abajo, y con él la película entera.
¿O será que el guión no es tan bueno? La verdad es que en la película no lo parece tanto, de hecho, en buena medida es el culpable de la postrera divagación y falta de contundencia del filme. ¿Será cierto, entonces, que los premios en Colombia se los están dando a los proyectos que no recurran al tema de la violencia? Pero si ésos son los guiones que mejor les quedan a nuestros realizadores, porque ése es el tema que mejor conocen y el que más visceralmente sienten.
El caso es que todo el filme empieza muy bien. Enmarcado dentro del universo del cine negro (que no puro, sino mezclado con policiaco), se despliegan todos esos elementos conocidos del género: un detective con perfil de antihéroe, un crimen de por medio, policías corruptos, personajes oscuros, bajos fondos y atmósferas cargadas y claustrofóbicas. También funciona eficazmente la maquinaria del relato y construcción de personajes mientras se desarrolla la intriga del curioso crimen por resolver, pues la trama sabe trenzar en la misma investigación al detective, al policía corrupto y al periodista. Esto se convierte en un juego y en una carrera de ingenio que mantiene al espectador atento al desarrollo de la historia, a la confrontación entre los personajes y a la intriga del misterio sin resolver.
Pero el interés y la inteligibilidad del relato se acaban a mitad de camino. Justo como le pasó al periodista de la película, que pudo sostener la atención mientras supo hacer bien los malabares con los elementos de la historia. Eso ocurre cuando aparece la confusa subtrama del ladrón de cadáveres, y cuando aparece otra más forzada y dispersa sobre la relación afectiva entre el detective y la dueña del bar. Entonces la narración se carga de información mal atada y el periodista como antagonista pierde fuerza. Y cuando más o menos ya es hora de la resolución (¡sin clímax!), despacha casi gratuitamente a sus personajes en un tren, así como al espectador con una desconcertante y ambigua afirmación sobre el secreto que servía de hilo conductor.
La propuesta visual es otra cosa, o al menos así lo parece (otra vez) en su planteamiento inicial e intenciones. Con la ambientación en el Bogotá de 1945 resultan más afines esas atmósferas propias del cine negro, incluida toda su vieja iconografía: gabardinas, trajes, sombreros, cigarrillos, etc. Jamás se ve un arma (recuerden que es un guión sin violencia). Además, los espacios en que se desarrolla la historia refuerzan la atmósfera de sordidez que trata de transmitir la película. Aunque (y esto no se refiere tanto a los guiños anacrónicos como el televisor y el convertible rojo) no siempre resulta muy convincente, pero al menos consigue crear la ilusión de un ambiente y a partir de él complementar el sentido de la historia y sus personajes.
Igual ocurre con el manejo de la iluminación, el color y la textura del filme, que son decididamente estilizados y crean una propuesta estética muy definida, la cual por momentos logra buenas imágenes, pero en otros (aunque menos) unos planos ininteligibles por falta de luz. Y, como se sabe, el cine es el arte de la luz, así como el guión su estructura ósea. De ahí que esta película a veces se queda ciega y la mitad del camino padece de artritis, muy a pesar de todo lo que inicialmente prometía.
Publicado el 18 de noviembre de 2005 en el periódico El Mundo de Medellín