De la guerra, el destierro y el desamor
Por Oswaldo Osorio
En Colombia existe una relación directamente proporcional entre la violencia y el poblamiento de las ciudades; también entre la violencia y las historias que nuestros realizadores eligen para contar. Mientras que la primera relación nos remite de inmediato al fenómeno de los desplazamientos forzosos de campesinos hacia la ciudad, y cuya cifra oficial es de dos millones en los últimos tres lustros; la segunda tiene que ver con lo que se ha dado por llamar el “cine de la violencia”[1], un cine que no tiene que recurrir a los esquemas de los géneros cinematográficos ni a retorcidas destrezas de ingenio para desarrollar este tema, porque nuestra realidad y nuestra historia, no sólo le suministran a los directores del país una rica veta para sus relatos, sino que obligan moral e intelectualmente a un gran porcentaje de ellos a referirse a esa violencia que ya casi nos define como cultura y como nación.
Luis Alberto Restrepo es uno de esos directores, y en su opera prima reúne todos estos tópicos: los desplazados, la violencia, la historia del país, su realidad y el interés-obligación de acercarse a todo eso a través del cine. En La primera noche (2003), entonces, nos cuenta la historia de una joven pareja de campesinos, Toño y Paulina, que son expulsados de su tierra, no sólo porque se encuentran en medio del fuego cruzado, sino porque están, literalmente, entre la espada y la pared, o mejor, entre la pared y tres espadas, porque en este país todo parece susceptible de empeorar y los problemas y las tragedias se triplican, cuando menos. Esta situación obliga a la pareja a desplazarse a la ciudad, pero llevando consigo no sólo las heridas del conflicto militar y social, sino otras más dolorosas causadas por una fallida relación entre ambos. Y en medio de todo esto dos niños, más desamparados aún que esa pareja que llega a la gran urbe, hostil y desconocida, con sólo unas monedas y la angustia y el dolor como única certidumbre.
La película da cuenta, entonces, de esa traumática transición del campo a la ciudad que le ha tocado vivir a millones de colombianos, pero también es el relato de una dolorosa historia de desamor, la cual produce en el espectador una suerte de incómoda impotencia, tal vez mayor que la ocasionada por ser testigos del desmoronamiento y el estado de caos en que se encuentra el país. Porque al menos a eso ya estamos acostumbrados, pues la convivencia cotidiana con la violencia y la injusticia ha dotado a los colombianos de resistencia e indolencia. Pero con las historias de desamor es diferente. Sobre todo cuando las vemos en el cine, porque casi siempre todo relato y su punto de vista nos impele a identificarnos con los protagonistas y, consciente o inconscientemente, deseamos para ellos lo que desearíamos para nosotros.
Doble conflicto, doble dolor
Partiendo de estas dos realidades, de estos dos conflictos, el del país y el de la pareja, Luis Alberto Restrepo, junto con su guionista Alberto Quiroga, organiza su relato a partir de la confrontación entre ambas partes, que estructura sólidamente mediante el recurso del flashback, estableciendo a lo largo de la película un eficaz contrapunto a distintos niveles: a nivel espacial, entre el campo y la ciudad; temporal, entre el pasado y el presente; y dramático, entre el conflicto social-militar y el afectivo. Así que el relato toma la acertada decisión de comenzar con lo que sería un primer clímax, es decir, la noche violenta en que tienen que salir del pueblo, para continuar contándonos su viaje hacia la ciudad y la primera noche en ella; al mismo tiempo, va alternando la narración con lo que los llevó a aquella situación: el encuentro de ambos, la decisión de Paulina de elegir no a Toño sino a su hermano, la influencia de la guerrilla en el pueblo y la consecuente presencia de los paramilitares y el ejército.
Este contrapunto le da gran fuerza y ritmo al relato, al tiempo que suministra la información y las emociones a su debido tiempo, porque ambas partes, la del campo en el pasado y la de la ciudad en el presente, van con su propia intensidad y respiración dirigiéndose hacia su propio climax, el que vimos por anticipado y el que cerrará la película. Así, mientras el relato sobre el pasado en el campo está cargado de acciones, de personajes y de una tensión permanente y en aumento que no le impide cohabitar con el juego, el flirteo amoroso y las situaciones cotidianas; el relato del presente en la ciudad se reduce básicamente a tres personajes, la acción disminuye y se traslada a la contención de las miradas, las expresiones y los silencios. Todo en medio de una atmósfera, ya no tanto de tensión, sino de angustia y de pesadumbre.
En la parte del campo está más presente el conflicto militar-social, mientras se van creando las situaciones que provocarán el conflicto de desamor. Además, es ese primer conflicto el que los cambia a todos y el que hace que sea más difícil solucionar el segundo llegado su momento. Es la guerra la que obliga a estos personajes sencillos y ordinarios a pensar y a cometer cosas extraordinarias, a tomar decisiones que no quieren. El hecho de que el hermano de Toño se vaya con su tío para la guerrilla porque es una forma más de subsistencia y, a su vez, el mismo Toño opte por el ejército porque quiere tener la libreta militar para poder estudiar, ya revela la desnaturalizada forma de las circunstancias en que viven muchos campesinos en Colombia, la cual contrasta con la naturalidad con que ellos asumen esa perspectiva de estar en bandos opuestos, incluso hacen bromas y juguetean con el asunto poco antes de irse para su respectivo bando (o banda).
Entre tanto, en la parte de la ciudad es el conflicto entre la pareja el que se impone. A la historia de desamor, causada por la equívoca elección amorosa de Paulina y la incapacidad de Toño para perdonarla, se le suman las circunstancias adversas en que se encuentran. La hostilidad de la ciudad y el desamparo que padecen los hace más intransigentes entre sí, menos dispuestos a aflojar el gesto y tender la mano o aceptar la del otro. Sin embargo, hay celos de por medio, hay reproches y reclamos. A veces sólo con la sutileza de una cansada expresión del rostro o con la mirada vidriosa. Pero también hay necesidad del otro, hay mutua preocupación y un tácito compromiso, porque sólo se tienen el uno al otro. Estas contrariedades hacen que esa fría y sucia esquina donde están sea su pequeño infierno, ubicado en medio de uno más grande, el de la ciudad, el cual hace parte de uno mayor, el de la vida. Pero siempre será una paradoja el hecho de que quienes menos tienen en la vida, son los que más se aferran a ella.
Una historia sencilla
Justamente fue la imagen de una joven en una esquina, cubriendo con periódicos a su hijo, de donde dice Luis Alberto Restrepo que le surgió la idea de esta película. Esta imagen y la impresión que le causó quedan hábilmente plasmadas en el relato que propone La primera noche, pero para hacerlo no recurrió a complicadas elucubraciones sobre la realidad y el conflicto colombianos, ni a discursos reiterativos sobre lo que debe o no ser este país, sino que simplemente puso en juego los antecedentes de esa imagen y la impresión que causa, mediante un relato que, si bien juega con el mencionado contrapunto pasado-presente y campo-ciudad, mantiene un planteamiento argumental y dramático sencillo pero tremendamente conmovedor y contundente.
El director y su co-guionista supieron construir una historia sencilla y despojada de proselitismos, pero al mismo tiempo cargada de gran fuerza y lucidez en relación con todos los factores que intervienen en el problema de los desplazados. No fue necesario llenar los parlamentos de los actores de esas frases que ocupan los titulares de prensa o los discursos políticos televisados, sino que con la recreación de su cotidianidad, sumamente realista y verosímil, en medio del fuego cruzado, fue suficiente para dar cuenta de la verdadera dimensión del drama que desde hace mucho vive buena parte de la población rural del país. Un drama que ha dejado amplias zonas deshabitadas y que ha evidenciado una vez más ese singular papel de la mujer en los conflictos armados: casi siempre es la principal víctima (junto con los niños), pero a la larga resulta siendo la más fuerte, la más íntegra y la que sobrevive.
La película, entonces, no se esfuerza en señalar con el dedo a los culpables del conflicto colombiano, ni en hacer una lista de las causas y consecuencias de dicho conflicto, porque todo eso se encuentra reflejado en el drama particular de una familia campesina, en la pareja que la sobrevive y en las imágenes con que recrean la historia, que son de una factura y calidad que ya poco tiene por aprender de otras cinematografías. Se trata, pues, de una película sólida y llena de cualidades, pero sobre todo, una película contundente en relación con el tema de que se ocupa, que va a trascender nuestras fronteras y va a cautivar y a conmover a cada espectador que la vea.
[1] Existe incluso un libro con ese título, El cine de la violencia, una compilación realizada por Isabel Sánchez de algunos textos sobre el tema y seis guiones escritos en la década del ochenta, tres de ellos llegaron a producirse: Canaguaro, Cóndores no entierran todos los días y el día de las mercedes.