Priscila y el mar

Oswaldo Osorio

En el cine de la costa Caribe colombiana se pueden identificar algunas constantes como, en principio, claro, su relación con el mar, no solo como paisaje privilegiado y fotogénico sino como un espíritu natural con el que conviven sus habitantes y que los condiciona; una cultura machista que define muchas de sus historias y que se hace más recalcitrante lejos de las ciudades; y una suerte de poética que a veces surge aun en medio de las realidades más aciagas. Esta película comparte estas constantes e, incluso, hace de ellas la esencia de un relato que sabe decir con claridad y contundencia lo que se propone.

En una isla vive un solitario pescador, uno de los últimos en ser capaces de sumergirse a pulmón hasta las profundidades donde se encuentra el mero, pero su paz y rutina se rompen cuando llega, luego de muchos años de no verlo, su hijo Samuel, ahora convertido en Priscila. El conflicto está servido y se acrecienta con la actitud hostil del pescador y su desprecio por lo que ahora es su hijo. Así que se apodera del relato una pesada atmósfera cargada de beligerancia, que se tensa al punto de violenta ruptura con cada contacto entre padre e hija.

El relato decide desde el principio su punto de vista, que es el de Priscila, con lo cual se pone en evidencia no solo el rechazo y los prejuicios de que es objeto, tanto por parte de su padre como del grupo de pescadores que eventualmente va a la isla, sino también de la difícil vida que ella ha llevado por su condición de mujer transgénero, una vida que solo conocemos en fuera de campo y que está marcada por duras pruebas como la muerte de su madre o por escabrosos sucesos como las marcas en sus brazos o el asesinato de un policía.

Con todo esto vemos a un personaje bien dimensionado, víctima de su condición y de sus circunstancias, un personaje que no puede ocultar su tristeza y frustración, pero que también es dueño de un cierto gesto de altivez y resiliencia que no lo deja hundirse por completo. No se puede decir lo mismo del padre, quien, siendo consecuente con su naturaleza, tiene una visión del mundo y una actitud más básicas, aunque no está exento de la posibilidad de transformarse. Por otro lado, está ese pescador que hace, literalmente, de villano de la historia. Él tal vez resulta la nota más baja de la película, por su esquematismo y porque parece más producto de los afanes del guion para crear una intensidad y unos giros que el relato no necesariamente requería. No obstante, no se puede negar que funciona para enriquecer los cuestionamientos que la película hace sobre este choque de mundos.

Hacia el final, tal vez resulta un poco predecible, en tanto es apenas lógica la transformación de la relación entre sus dos protagonistas, sin embargo, no es tampoco complaciente, porque el futuro de Priscila sigue siendo azaroso, por eso funciona tan bien su final, entre entrañable y poético, con ese viaje a la infancia y hacia el fondo del mar, dos lugares donde todo es puro y verdadero, donde es posible evadir, al menos momentáneamente, los prejuicios e inequidades de la vida.

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