La locura y la desesperación

Oswaldo Osorio

La búsqueda del padre o de la madre es una constante del cine latinoamericano. En una cultura en la que la familia es fundamental, pertenecer a una es un imperativo de cualquier sentido de identidad. Las razones de la ruptura del núcleo familiar suelen ser el abandono o la separación de los progenitores, pero en esta película el motivo tiene un componente adicional que le da una mayor fuerza dramática, así como una carga connotativa a esos temas de la búsqueda, la identidad y la familia.

Luego de morir su padre, un joven parte en busca de su madre que se encuentra recluida en una institución mental. El encuentro se torna en fuga y luego en otra búsqueda, pero ya entre madre e hijo y sin las certezas de una dirección escrita en un papel. Se trata, entonces, de una suerte de road movie de dos seres dañados, cada uno a su manera, a través de verdes campos y montañas. Y como en toda road movie, el recorrido, la compañía siempre sometida a tensiones o conflictos y los encuentros con extraños en esa travesía, inevitablemente siempre nos están diciendo algo nuevo de los personajes y de la transformación de su relación, es decir, Diógenes Cuevas en su ópera prima sabe utilizar este recurso para desarrollar a esos personajes, emociones y sentimientos que pareciera sentir tan cerca.

Lo primero que se pone en evidencia es la situación adversa de ella: como mujer, como madre y como enferma mental. Los indicios de la historia, proporcionados con sutileza por el relato, dan a entender que la suya ha sido una vida arrinconada por la represión del machismo y del sistema, representado ya sea por el matrimonio, el patriarcado o las instituciones “médicas”. Históricamente las mujeres han sido tildadas de locas cuando son diferentes o por querer ser libres. Y claro, a veces terminan volviéndose locas porque las tratan como tal, así como aquel personaje de García Márquez que entró a un manicomio y solo quería hacer una llamada.

El hijo, por su parte, también tiene sus angustias y pesares, aunque lo fundamental es recuperar a su madre, pero el rescate que ejecuta en aquel opresivo lugar regentado por monjas es apenas una recuperación a medias, esto es, de su integridad física, porque luego tendrá que lidiar con un improbable rescate de su cordura, su memoria y esos sentimientos que son la razón de ser de sus anhelos de hijo sin madre. En este proceso esas angustias y pesares se incrementan, dimensionando aún más el vacío y las carencias de este joven.  

Así que se trata de un contrapunto entre los desvaríos mentales de ella y la angustia y desesperación de él, lo cual define la dinámica de una relación que tiene pocos momentos de sosiego. Incluso en el episodio en el que se topan con ese inverso espejo de ellos, aquel padre que tiene sometida a su hija, las premisas de su relación se enfatizan: la condición femenina oprimida y casi sin salida, el mundo de los hombres imponiendo sus reglas, el hijo defendiendo a la madre y tratando de encausarla en una normalidad que parece inalcanzable y la madre sintiéndose siempre fuera de lugar. Todo esto contribuye con un creciente drama donde las emociones se intensifican para dar cuenta, de forma consecuente y sin artificios, de unos sentimientos capitales como el amor filial, la desesperanza y la impotencia.

El relato transcurre en medio de la permanente contradicción entre lo que se puede leer como un intimismo, por la relación de los personajes y el estado de adversidad que los vincula, pero desarrollado “a cielo abierto” y en medio de un constante sobresalto en las emociones y de esa desesperada huida. A ese vínculo e intimismo contribuye en mucho la conexión y desempeño entre la pareja de actores, Marcela Valencia y José Restrepo, quienes sostienen la película hasta ese final arrebatador, que no podía ser otro y que termina definiendo con elocuencia y contundencia a ambos personajes y lo que ellos representan.

 

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