El cine que se vivía muriendo
Por Oswaldo Osorio
Uno en Colombia empieza haciendo el cine que quiere y termina haciendo el que puede, dijo alguna vez el director Luis Ospina. En las implicaciones de esta contundente y desalentadora sentencia subyace en buena medida la explicación del problema que ha tenido el cine colombiano para contar historias con imágenes y para definir una estética, si no propia de su identidad, al menos consecuente con unos mínimos parámetros cinematográficos. La frase de Ospina, que fue producto más de padecer el cine que de cruzarse de brazos y filosofar sobre él, da cuenta de las limitaciones materiales y de la inexistencia de una industria, con todo lo que esto significa. Pero en una reflexión sobre este tema no se puede dejar de señalar que esas limitaciones y carencias también son de orden formativo y creativo por parte de los realizadores, lo cual resulta todavía más preocupante. Aunque es cierto que lo uno tiene mucho que ver con lo otro, sobre todo por aquello de la falta de continuidad, pues un director que -por seguir con el mismo Ospina- en dieciocho años sólo puede hacer dos películas, no tiene cómo encontrar y definir un estilo y mucho menos forjar una obra sólida estética y narrativamente.
El panorama actual no es tan desolador, pues ahora se puede hablar de unos resultados más satisfactorios que han sido producto de unas condiciones menos desfavorables. Pero no es tampoco para caer en la trampa de anunciar por enésima vez el nacimiento del cine colombiano, un cine que se mantiene naciendo y muriendo, como una de esas velitas mágicas de las tortas de cumpleaños: Nació en los albores del siglo con las “vistas” y “actualidades” de los hermanos Di Doménico, y luego con su ya mítica El drama del quince de octubre (1915); después vuelve y nace con ese ramillete -en blanco y negro- de películas realizadas en los años veinte y encabezado por María (Máximo Calvo, 1923). Ya para entonces se hacía patente la distancia que la evolución del cine como arte le estaba tomando a sus manifestaciones en Colombia. Tanto era esta distancia que mientras la cinematografía mundial estaba produciendo obras que significaban un triunfo del cine como expresión estética y narrativa autónoma de las demás artes, como El último hombre (Murnau, 1924), La quimera de oro (Chaplin, 1925) o El acorazado de Potemkin (Eisenstein, 1925), en Colombia apenas se estaba superando la etapa de conocer el país a través de sus imágenes, de usar el cine como documento visual descriptivo y paisajístico.
Ese retraso que refleja aquel grupo de películas colombianas de los años veinte, no sólo fue con relación a la situación del cine mundial, sino también a las transformaciones culturales y artísticas en general. Para esta época el melodrama y la tragedia pasional francesa o italiana eran los modelos de los que partían los entusiastas pero poco experimentados realizadores criollos para crear o elegir el tema y el relato de una película. La literatura del siglo XIX y la concepción visual propia de los inicios del cine definieron la estética y la dinámica de películas como Aura o las violetas (Pedro Moreno y Vincenzo Di Doménico, 1923) o Bajo el cielo antioqueño (Arturo Acevedo, 1925). Mientras los westerns, las comedias y el cine de aventuras norteamericano derrochaban vivacidad y dinamismo en su puesta en escena y registro con la cámara, en nuestro país el lastre de una concepción totalmente teatral en el cine lo emparentaba más con el rancio film d´art francés o con lo que había hecho Georges Mélies casi tres décadas atrás.
En esa suerte de antiguo testamento del cine nacional que es Historia del cine colombiano (muy a pesar de las inexactitudes que algunos le han reclamado), Hernando Martínez Pardo concluye sobre este periodo comprendido entre 1922 y 1926, en el que se hicieron una docena de largometrajes, que toda esa actividad en la producción, a pesar de todo, no significó una reflexión ni un análisis del cine como lenguaje[1]. No podía significarlo, la lógica propia de un proceso de evolución artístico –del cual carecía- no lo permitiría. Por eso estos primeros realizadores, entre quienes una buena parte era de origen extranjero, fungieron casi como pioneros del cine, sin tomar en cuenta los avances de la cinematografía mundial en ese momento. Fue un cine que si bien se fundamentó en la imitación, los modelos que se tuvieron como referencia no fueron los más apropiados. De ahí que estos “pioneros” de nuestro cine no pasaran de una primera o, a lo sumo, segunda incursión fílmica, pues no era suficiente el entusiasmo y un pequeño capital para sostener más de una producción al mismo tiempo y las futuras realizaciones dependían del poco probable éxito de las primeras. Porque si bien las películas fundacionales funcionaron con el público por la novedad, pasando por alto sus deficiencias y precaria calidad artística, con la segunda generación de películas ya las exigencias fueron mayores. De manera que ningún realizador pudo superar el fracaso de su segunda película, por falta de oficio, de industria y de una calidad que compitiera con la avalancha de cine norteamericano que ya se estaba tomado las salas del país. Así que la llegada del cine sonoro en 1927 fue el golpe de gracia de ésta, una de las tantas y sucesivas muertes que ha experimentado el cine colombiano y, lo que es peor, sin haber avanzado un centímetro en la conformación de una estética y un lenguaje propios.
Que pase el cine bambuquero
El cine sonoro, con sus nuevas exigencias técnicas y expresivas, se convirtió en un obstáculo más que tenía que superar el inexistente cine colombiano. Como si de las películas de Chaplin se tratara, nuestro cine prolongó su silencio por más de una década. En 1938 Al son de las guitarras (Carlos Schroeder, Alberto Santana) rompió ese silencio y el resultado fue poco más que desastroso, tanto de ésta como de la docena de películas que se realizarían durante la siguiente década. Superados los dramas pasionales europeos y la literatura decimonónica, el esquema que predominó como modelo a imitar por nuestros realizadores fue el melodrama mexicano. Las limitaciones propias de este modelo cohabitaron con las carencias de los nuevos realizadores, quienes tampoco parecían enterados de que el cine poseía un lenguaje autónomo y de gran poder expresivo. Su propuesta formal no fue otra que la chata concepción teatral de siempre, narraciones afincadas en las estructuras y el lenguaje de la literatura, un eterno estatismo de la cámara, angulaciones únicas y encuadres típicamente fotográficos. Además, durante este periodo a los actores de teatro se les sumaron los de la radio para conformar el equipo artístico de todas las películas y, en esa medida, nunca se pensó en las diferencias que esos otros medios tenían con el cine.
A este total desconocimiento del cine y sus recursos narrativos y expresivos se le sumó la mencionada tendencia a imitar el melodrama mexicano, pero en su vertiente folclorista. Aunque en estas producciones también tuvo gran presencia la comedia musical costumbrista. En general, se trata de lo que la posteridad ha dado por llamar despectivamente el “cine bambuquero”, en el que la cámara se limitaba a registrar danzas, coros, interpretaciones musicales y personas que cantaban o recitaban un parlamento. Algunas películas como Flores de mi valle (Máximo Calvo, 1941) o Allá en el trapiche (Roberto Saa Silva, 1943) le añadieron paisajismo a toda esta estética forzada hacia lo que se creía era folclor y cultura popular. Y la técnica que no ayudaba y la infraestructura que seguía sin existir.
El manejo del sonido aún no estaba dominado y por eso “los besos sonaban como cañonazos”, según un sardónico comentarista de la época; mientras que el registro fotográfico iba de precario a ilegible. Ante tal panorama, el público muchas veces respondió incluso con burlas o con su ausencia de las salas, y los comentaristas con indignadas manifestaciones, como la de Camilo Correa contra Allá en el trapiche, que se refería a ella como “un verdadero ataque contra la estética, contra la ética y el patriotismo…[2] Incluso, Raúl Echavarría, en un texto publicado en El Colombiano, comentando las películas de la productora antioqueña Cofilma, escribía que debería existir una junta de censura artística.
Un caso bastante significativo en estas hondas carencias estéticas y narrativas del cine colombiano durante este periodo, es una película que la Graco Films intentó hacer en 1947 con el título de Pasión llanera. Cuando su director, Luis Alfonso Cuéllar, la llevó a montar en Argentina, se dio cuenta de que no podía hacerlo porque era una película que se había filmado sin pensar en la relación entre sus planos. Mientras tanto (y esto para desechar cualquier hipótesis que excuse las carencias con las consabidas penurias materiales), el cine mundial, al menos el europeo por cuestiones de la guerra, pasaba por una crisis sin comparación con nuestro medio y aún así aquello incluso dio lugar, en países como Italia y Francia, a un cine no sólo de calidad sino renovador.
El país real y una langosta azul
Aunque durante la década del cincuenta apenas se realizaron cuatro largometrajes en el país, la producción de cine tuvo una importante actividad por vía del documental turístico y comercial que tanto grandes empresas como administraciones municipales encargaban a los cineastas. Ya desde entonces el refugio de estos hombres de cine en la realización mercenaria no sólo los salvaba de la indigencia profesional, sino que en buena medida les servía para ganar experiencia en el oficio, lo cual bien que mal tendrá repercusiones en la realización de la ficción argumental, que es de lo que se ocupa este texto. Un buen ejemplo de este fenómeno es el caso de Marco Tulio Lizarazo, en principio un comerciante del cine, en el sentido empresarial de la palabra, pero que le aportó a la industria y a la estética de la producción nacional importantes avances en el uso del color, el cinemascope y la ampliación de 16 a 35 mm.
Los cincuenta también fueron los años de la irrupción de la televisión, por eso el equipo técnico y artístico que hacía cine ya no venía de la radio sino de este nuevo medio, que si bien le era más afín, de todas formas narrativa y estéticamente tenía unas características muy distintas a las propias de la gran pantalla. La presencia e influencia de la caja tonta en nuestro séptimo arte ha sido tan constante como perniciosa, todavía hasta nuestros días, aunque es cierto que en menor medida, pues cada vez los directores toman más conciencia de la diferencia entre ambos medios, principalmente porque muchos vienen, ya no de la realización televisiva, sino de las escuelas de cine.
Pero lo más significativo de esta época es la tímida aparición en algunas películas de una forma distinta de mirar y recrear la realidad del país. En esta nueva mirada, que de cierta forma implica una nueva estética y una nueva forma de narrar, hacen presencia personajes más reales, como el campesino, el minero o los marginados urbanos, pero ya no bajo el estereotipo folclorista; también el melodrama cede espacio a una cierta vocación documental en la que la descripción cobra mayor importancia; y de la misma forma, la iluminación ya deja de ser definida sólo como alumbrar y se busca crear atmósferas y ambientes, si bien todavía distaba mucho de ser expresiva. Sin embargo, persistían las dificultades técnicas y el poco oficio para contar historias cinematográficamente.
Los filmes que mejor ilustran esta nueva tendencia son los cortos La Langosta azul (Álvaro Cepeda Samudio) y Ésta fue mi vereda (Gonzalo Canal Ramírez, 1958) y largometraje El milagro de la Sal (Luis Moya, 1958). La película de Cepeda Samudio especialmente, es considerada la pionera en este importante paso del cine colombiano. La primera ruptura que propone es contra la tiranía de lo anecdótico en nuestro cine, en él se privilegia el poder descriptivo del cine y su capacidad de recrear atmósferas antes que su argumento. Además, para desarrollar su sencilla historia propone un tratamiento surrealista que, paradójicamente, contrasta con esa suerte de crónica visual que deviene de un registro casi documental de las imágenes tomadas en aquel pueblo.
Trascender la anécdota y crear atmósferas
Estas búsquedas continuaron en la década siguiente, principalmente con José María Arzualga y Julio Luzardo. Aunque es incomprensible cómo se puede hablar de “búsquedas” en cuanto a la estética y la narrativa del cine luego de medio siglo, cuando ya el arte cinematográfico mundial hasta había tenido su periodo clásico y se encontraba incluso en una etapa de renovación de su lenguaje con el advenimiento de las nuevas olas. Sin embargo, aquí en Colombia, desconociendo todos estos procesos, muchos todavía se encontraban aprendiendo a contar historias, otros procurando que estas historias no se agotaran en la simple anécdota y unos pocos intentando trascender la anécdota misma y tratando de decir algo con las imágenes.
Podría decirse que Arzuaga hace más parte del segundo grupo y Luzardo del tercero, es decir, Arzuaga propuso un cine que si bien todavía privilegia el argumento, con sus historias y personajes trata de ir más allá de la mera anécdota. Esto se puede ver en películas como Raíces de piedra (1961) y Pasado el Meridiano (1967), en las que alcanza a contar historias con la suficiente claridad para poner en juego ideas significativas en torno a la gente y la realidad del país. Es cierto que estéticamente estos filmes son muy descuidados y que narrativamente podrían ser aún mejores (Andrés Caicedo los acusaba de una ausencia de tiempo interno, aunque Luis Alberto Álvarez le confería una concepción del espacio que no tenía nadie) pero no se puede negar que marcaron un hito en el cine colombiano. Luzardo por su parte, en especial con El Río de las Tumbas (1964), también llegó a ser un hito en la medida en que desarrolla más concientemente lo que había esbozado Álvaro Cepeda en su corto, esto es, la creación de atmósferas a partir de unas imágenes y de una utilización de la cámara que buscaban ser expresivas sin distraerse mucho con la estructura convencional del argumento.
Aunque cada vez la obra de estos dos realizadores se antoja más envejecida, en especial por sus acentuadas carencias técnicas, resultan clave en el desarrollo del cine colombiano. Sus películas son, salvando el impase de la factura, el cine clásico de nuestro país, un cine que rompió por fin con el esquematismo, los modelos importados, la casi total desorientación para contar historias y la concepción de la imagen como un simple medio técnico para mostrar cosas o personas. Se trata de otro más de los renacimientos del cine colombiano, porque además a partir de ellos se empieza a pensar también en una profesionalización de los oficios del cine, cuya falta ha sido sin duda una de las razones del comentado atraso, y van a ser el punto de partida de nuevos realizadores que cada vez se acercarán más al ideal, sino de una estética y una narrativa colombianas, al menos cinematográficas(!), más aún con la nueva etapa que se inicia en la historia de nuestro cine a partir de la década del setenta, esto es, la aparición del Estado como un ente que apoya y subvenciona el cine nacional.
Fracasa el sobreprecio y el cine de género
En realidad la intervención del Estado con sus leyes de fomento al cine no darían resultados inmediatos, incluso al principio ocurrió más bien lo contrario, muchos de los vicios y corruptelas propias de un Estado clientelista se manifestaron en esa abrumadora (pero cualitativamente insignificante) cantidad de producciones del sistema del sobreprecio que rigió toda la década del setenta. Tendrían que pasar casi dos décadas para que se pudiera verdaderamente ver los frutos del sobreprecio y de Focine en las películas colombianas. Aunque esos beneficios a largo plazo vistos desde ahora no son nada desdeñables, lo cierto es que fue un inmenso consumo de esfuerzo y recursos solucionando sólo uno de los problemas del cine nacional, la financiación (aunque fuera sólo de cortos y buena parte de ellos documentales), sin contar con que las carencias también estaban en la cultura cinematográfica y en la formación adecuada de profesionales, aspectos que tienen aún más peso en la definición y construcción de estéticas y narrativas propias.
Aunque antes de la creación de Focine, en 1979, se realizó durante esa década casi una treintena de películas, la evolución del cine colombiano en los aspectos de que se ocupa este texto no fue muy significativa, y esto a pesar de que muchos de esos realizadores tuvieron la oportunidad de foguearse y adquirir experiencia dirigiendo cortos para el sobreprecio, es decir, que ya no tenían la excusa de estar apenas estrenándose en la realización cinematográfica. Incluso ni siquiera la continuidad de Julio Luzardo en la realización significó lo que bien podría ser la presencia de un maestro como modelo a seguir. Hernando Martínez Pardo, en un artículo en el que hacía un completo balance del cine nacional hasta el momento[3], señalaba cuatro películas como el máximo punto de llegada de las búsquedas de ese último periodo (1958 – 1982), dos de ellas son documentales y una de vocación documental: Camilo, el cura guerrillero (Francisco Norden, 1974), Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1982) y Gamín (Ciro Durán, 1979); mientras que la cuarta, Canaguaro (1982), fue realizada por un extranjero, el chileno Dunav Kuzmanich. De manera que persistía para aquel entonces la aridez estética y narrativa entre los realizadores colombianos de ficción.
Durante esa década del setenta pudieron verse dos marcadas tendencias del cine colombiano, de un lado, un cine de corte político y/o social, y de otro, un cine con pretensiones comerciales que apeló a los géneros cinematográficos. Cada una de estas tendencias tuvo unas implicaciones, al menos, en los planteamientos narrativos de las películas. En el caso de los filmes con intenciones y temáticas sociales o políticas, casi siempre el tratamiento narrativo propiamente cinematográfico se vio, más que determinado, excluido por la discursividad verbal. Fue un cine al que le importó más lo que tenía que decir que la forma de decirlo, sin darse cuenta de que lo primero sería mucho más efectivo si tenía en cuenta lo segundo. En este cine las tesis siempre estuvieron por encima de las imágenes. Incluso cuando se quiso conciliar este “cine con mensaje” y un lenguaje que conectara más con el público, los desaciertos fueron más evidentes, como lo manifiesta Martínez Pardo: “Si nos fijamos en la temática podemos advertir como denominador común la simplificación de los conflictos planteados, consecuentemente de los personajes, que desemboca en fáciles moralejas con apariencia de denuncia. (...) Es apenas lógico que con un planteamiento esquemático no pueda esperarse un tratamiento complejo...”[4]
En cuanto al cine que quiso apelar a los géneros, el fracaso casi general es todavía más inexcusable, pues se supone que cuando menos podían partir del modelo narrativo, incluso estético, que proporciona cada género determinado. Este fracaso se refiere al aspecto cinematográfico, porque muchas de esas películas tuvieron, en mayor o menor medida, un éxito comercial, empezando por las comedias populares de Gustavo Nieto Roa o las incursiones en el cine de horror hechas por Jairo Pinilla Téllez, para tomar los dos ejemplos más representativos.
En el caso de Nieto Roa, sus exitosas Colombian connection (1979), El taxista millonario (1979) y El inmigrante latino (1980) más que comedias, en términos de estructura y fundamentos de su humor, son una retahíla de chistes filmados, y con esto no se está haciendo ningún juicio contra el mal gusto o la elementalidad del humor, sino contra las características de estas películas en su construcción como relato cinematográfico. Ahora, el de Jairo Pinilla Téllez, es una caso más grave aún. Películas como Funeral Siniestro (1977) o 27 Horas con la Muerte (1981) –y un etcétera que cubre casi la totalidad de su obra- tienen como único mérito haber descubierto el agua tibia con algunos trucajes y efectos especiales en función del cine fantástico y de horror, porque son películas que desde su concepción estética ya están desaprovechando todas las posibilidades que brinda este tipo de cine y narrativamente caen sistemáticamente en el error de aficionados de creer que la construcción de un relato de esta naturaleza se puede solucionar únicamente con recursos externos como las acciones y los diálogos. Si bien estas carencias se presentan más enfáticamente en el cine de este director, se pueden hacer extensivas a la gran mayoría de incursiones en el cine de género de los realizadores colombianos, desde el melodrama, pasando por el cine de acción, hasta el de aventuras.
El director Víctor Gaviria y el crítico Luis Alberto Álvarez, en un ya célebre texto[5] en el cual hacen una profunda reflexión sobre nuestra cinematografía, afirman que “la raíz del gran fracaso estético del cine colombiano es creer que las cosas son intercambiables, que es lo mismo un lugar que otro, un objeto que otro, una persona que otra...” acusan a la mayoría de realizadores de la época (antes de 1982) de utilizar un método en el que primero se inventa una historia y luego ésta se tiene que adaptar a las condiciones que se tengan o que más fácil resulten. Para cambiar esto proponen que se debe hacer lo contrario, partir de las cosas (el río, la calle, etc.) para crear las historias, de manera que las imágenes del cine colombiano no sólo sean para ilustrar, como telones de fondo, estas historias. Además, agregan que este problema se agudiza con la pobreza en el manejo del espacio cinematográfico, que es el que “permite que el espectador se relacione conflictivamente con la imagen.” El abuso del zoom y el corte entre la imagen de un objeto y la de otro, sin recorrer la distancia que los separa, no permiten esa definición del espacio fílmico, con sus consecuentes repercusiones narrativas y especialmente estéticas.
La era Focine y la mirada de lo regional
Una de las tesis con las que empezó este texto se refiere a la falta de continuidad en la realización, de los directores en particular y del cine colombiano en general, como la principal causa de sus carencias y de su atraso. En la década de los ochenta esto empieza a cambiar, primero, porque, bien que mal aprovechada, ya estaba la experiencia de casi una década de cortos del sobreprecio (se calculan unos 800), y segundo, porque con la creación de Focine se disparó la producción en el país, al punto de seis largometrajes anuales en promedio, sin contar con un número similar de cortometrajes. Esta suerte de bonanza necesariamente tuvo que implicar un avance significativo, muy a pesar de que este avance, nuevamente, resulta ínfimo al lado de tantos fracasos y despropósitos producto de la misma endemia de ineficacia y corrupción asociada con la maquinaria estatal. De todas formas, según una tajante afirmación del crítico Luis Alberto Álvarez, Focine creó lo que no existía: el cine colombiano.[6]
La cineasta Patricia Restrepo, en un texto sobre el cine de la era Focine[7], todavía se refería a la de Colombia como “una cinematografía naciente”. Así que en los ochenta, con la aparición del ente estatal se asistía a uno más de los nacimientos del cine colombiano. Y efectivamente la calidad aumentó, porque se puede hablar de una serie de logros cinematográficos representados por un puñado de películas, que de todas formas sigue siendo mínimo ante tal volumen de largometrajes (unos 70), porque el problema del grueso de las producciones seguía siendo el mismo: una inexplicable incapacidad de construir narraciones sólidas (o al menos convincentes) y de definir una estética, si no propia, siquiera expresiva y creativa. Además, a este problema de fondo se le sumaba la precariedad e incompetencia técnica, que dio como resultado un número considerable de películas que, parcial o totalmente, tenían ruido y manchones en lugar de imágenes y sonido.
Y no es que se tratara de desconocimiento, porque las dos primeras causas de esto ya se estaban salvando, es decir, la falta de oficio de los cineastas y de una producción más o menos constante. El considerable número de películas –entre largos y cortos- que se hacían anualmente, más la creciente profesionalización que esto significó (además muchos directores ya habían pasado por escuelas de cine), cada vez dejaba sin más argumentos a los directores que no conseguían siquiera productos aceptables cinematográficamente. Ejemplos hay muchos, pero para sólo hablar de los más conocidos se podrían mencionar La muerte es un buen negocio (Antonio Montaña, 1981), Con su música a otra parte (Camila Loboguerrero, 1982), A la salida nos vemos (Carlos Palau, 1986) y El tren de los pioneros (Leonel Gallego, 1986). Una explicación de esto, de que a pesar del conocimiento que hay no se usa hábilmente, lo da Patricia Restrepo cuando afirma que esta falta de propuestas narrativas y de caminos personales es porque “los realizadores deciden encuadres y movimientos como quien ha aprendido algunas normas y las repite con el cuidado de no caer en el error...”[8]
En esta opinión sobre la mayoría de realizadores de la era Focine coinciden casi todos los observadores. Augusto Bernal, en un artículo de la época, no sólo afirmaba tajantemente que los directores no dominaban el lenguaje del cine, sino que además les imputaba que recurrían a modelos foráneos, con lo que, como en décadas pasadas, lo único que se conseguía era más extrañeza en las películas nacionales: “El director colombiano en su búsqueda del lenguaje escénico ha subestimado lo narrativo, corriendo el peligro en cada película de subvalorar la historia y cayendo en la tendencia europea de hacer una dirección cuyo virtuosismo opaca la historia, volviendo así las películas filmadas impopulares.”[9] Esto incluso se aplica a muchas de las películas que serán mencionadas más adelante como esos logros de la época (las de Mayolo, Ospina, Bottía...), películas que “por la forma en que están contadas, por las características de lo autodenominado culto, del llamado cine de calidad, toda la fuerza de lo popular queda bloqueada, encarcelada en unos parámetros ajenos a lo que es calidad para lo popular. Es un cine para la intelectualidad que muy pocas veces va a cine.”[10]
A pesar de este razonable argumento, es en muchos de estos filmes “impopulares” donde se pueden ver los verdaderos avances del cine colombiano, donde hay propuestas inéditas y personales sobre estéticas y narrativas, que sin importar que retomen elementos de otros contextos, consiguen plantear acertadamente su cine, como ocurre con los “góticos tropicales” de los caleños Luis Ospina (Pura Sangre, 1982) y Carlos Mayolo (Carne de tu Carne, 1983, y La Mansión de Araucaima,1986); o con el realismo en Víctor Gaviria (Rodrigo D. - No Futuro,1988). También entre estas películas se encuentran las que retoman, pero esta vez con eficacia narrativa principalmente, temas políticos y sociales, como Cóndores no entierran todos los días (Francisco Norden, 1984) o Pisingaña (Leopoldo Pinzón, 1984).
Durante la década del ochenta, y gracias al alto volumen de producción, el cine colombiano se probó en muchos campos e intentó diversos esquemas y fórmulas, todo en función de esa eterna búsqueda que obliga el saberse perdido o incompleto. Sólo algunas de esas búsquedas lograron felices encuentros, pero una buena conclusión de ese proceso (que no termina con la década ni con Focine) la propone Luis Alberto Álvarez cuando afirmaba que lo que más tiene validez y mejores frutos ha dado de esos esfuerzos es la perspectiva de lo regional, es decir, las películas que mejor logran armar sus relatos y crear un universo son las que hablan de lo caleño, lo antioqueño, lo costeño y lo bogotano.[11]
El fin del atraso y el principio de...
Para empezar a hablar de los noventa se puede recurrir de nuevo a Patricia Restrepo, quien afirmaba a mediados de esa década: “los cineastas colombianos no somos contadores de historias.”[12] Acusaba una carencia crónica de guionistas en el país y de la capacidad de entretener o interesar con lo contado. Sobre esto Luis Alberto Álvarez apunta como la paradoja del cine colombiano (y latinoamericano) que “pese a provenir de una región del mundo con notabilísima literatura, tienen dificultades evidentes en contar historias por medio del cine.”[13] Incluso esa tradición literaria casi siempre ha sido una carga, que si bien cada vez nuestro cine se desprende más de ella, en especial los nuevos directores que se han formado en escuelas y pertenecen a una generación audiovisual, todavía la vemos campeándose por las películas, ya dominando toda la estructura de un filme, como ocurre en La Deuda (Álvarez, Buenaventura, 1997), ya impeliendo a olvidar una de las reglas de oro del lenguaje del cine, que lo que se dice con la imagen no se dice con palabras (ni en diálogos ni en off), como se puede ver, por ejemplo, en el corto La taza de té de papá (Hiller, 2000).
Sin embargo, es después de la década del noventa que se ven más concretamente los resultados de todo ese proceso de aprendizaje, experimentación y profesionalización que propició la era Focine. Para esta época ya había una camada de directores que hacían su segundo o tercer largometraje (más los cortos) y que se les vio no sólo el oficio ganado sino también la reflexión que han hecho sobre el lenguaje del cine y la forma en que lo han comprendido y utilizado creativamente de acuerdo con sus necesidades particulares y su estilo propio. Se puede decir esto especialmente de Víctor Gaviria, Jorge Echeverri, Lisandro Duque, Jorge Alí Triana y Ricardo Coral-Dorado. Incluso a esta lista de directores vale agregar una tríada de operas primas que se constituyen en tres de las películas mejor logradas de la historia del cine colombiano y equiparables con las virtudes del cine de que cualquier otro país: Confesión a Laura (Jaime Osorio, 1990), La gente de La Universal (Felipe Aljure, 1993) y La primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2003).
Sin importar que el volumen de producción nuevamente haya descendido a dos o tres filmes anuales, la salud del cine colombiano está mejor que nunca. La obra de los directores y las películas mencionadas sólo son lo más sobresaliente de la producción nacional, lo cual no quiere decir que no se puede hacer nada con el resto, al contrario, todavía queda un buen grupo de nombres y películas que se sostienen en un nivel de calidad, cuando no bueno, aceptable, y, especialmente, de contacto con el público. Es el caso de Sergio Cabrera, Ciro Durán, Harold Trompetero o Raúl García. Incluso esos fracasos estéticos y narrativos de los que se hablaba atrás ya son minoría en la cinematografía del país.
Esta evolución y aprendizaje permite ver obras personalísimas como las de Gaviria y Echeverri, tal vez los dos autores más importantes del país, pues han conseguido crear con sus imágenes y películas universos y miradas de gran valor estético y con una narrativa propia. También muchos directores se han aventurado a ser más audaces con sus propuestas formales o ponerse al día con las tendencias actuales, como Felipe Aljure en el primer caso y Raúl García (Kalibre 35, 2001) en el segundo. Además, ahora más que antes, en la necesaria tendencia de hacer referencia a la realidad del país, las obras son más acabadas, logrando, con mayor o menor fortuna unos y otros, un equilibrio en la calidad visual, narrativa y temática, empezando por la contundente belleza de La primera noche, el ingenio argumental y narrativo de Bolívar soy yo (Triana, 2002) o los aciertos de La toma de la embajada (Durán, 2000). Incluso en los últimos años, en réplica a esa asociación de un cine bien hecho pero impopular, aparece la figura de Dago García, guionista y productor que ha sabido conciliar un cine de gran aceptación entre el público con la habilidad para narrar cinematográficamente, claro que para ello ha buscado la colaboración de algunos de los directores mencionados: La pena máxima (Echeverri, 2001), Te busco (Coral-Dorado, 2002).
Julio García Espinosa, en un texto sobre el cine latinoamericano, planteaba como su principal problemática la ausencia de una evolución continua, por esa dinámica de nacer y morir cíclicamente, que ha obligado a nuestras cinematografías a dar saltos, a tomar atajos para ponernos al día con las tendencias mundiales del cine. Al menos en Colombia esas carencias y atraso en la narrativa y estética cinematográficas en que tanto ha insistido este texto ya parecen superadas, así lo confirman un buen número de películas y de directores aún activos. Todavía hay dificultades, sobre todo porque aún falta más continuidad, pero superar eso parece ya una realidad posible con las buenas perspectivas que se vislumbran luego de la creación de la Dirección de Cinematografía y de la aprobación de la Ley de Cine. Eso sin contar lo que bien podríamos llamar una proliferación de nuevos realizadores, que con una larga y fecunda experiencia en el video, parecen cada vez más dueños del lenguaje audiovisual y más decididos a hacer no el cine que pueden sino el que quieren.
[1] MARTÍNEZ PARDO, Hernando. Historia del cine colombiano. Librería y editorial América Latina. Bogotá. 1978. pp. 63.[2]CORREA, Camilo. El pro y el contra. El colombiano, mayo 19 de 1943. Citado por Hernando Martínez Pardo en Historia del cine colombiano, pág. 96.[3] MARTÍNEZ PARDO, Hernando. Panorámica del cine colombiano 1958 – 1982. En: Revista Cine. # 9, julio - agosto de 1982.[4] Ibid. Pág. 12.[5] GAVIRIA, Víctor y ÁLVAREZ, Luis Alberto. “Las latas en el fondo del río”. En: Revista Cine, # 8, abril – junio de 1982.[6] ÁLVAREZ, Luis Alberto. “Reflexiones al final del periodo”. En: Arcadia va al cine. # 13, octubre – noviembre de 1986.[7] RESTREPO, Patricia. “Sobre una época del cine nacional: Los mediometrajes de Focine”. En: Revista Kinetoscopio # 35, enero- febrero de 1996.[8] Ibid. pág. 78.[9] BERNAL, Augusto. “Fundamentos para un cine colombiano”. En: Arcadia va al cine, # 11 – 12, febrero de 1986.[10] MARTÍNEZ PARDO, Hernando. Citado en “Cine colombiano, entre sueños y pesadillas”. Revista Kinetoscopio, # 8, junio – julio de 1991. pág. 87.[11] ÁLVAREZ, Luis Alberto. Páginas de cine. Vol. 3. editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1998. pág. 54.[12] RESTREPO, Patricia. Op. Cit.[13] ÁLVAREZ, Luis Alberto. Páginas de cine. Vol. 3. editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1998. pág. 37.