De neorrealista a felinesco

La edición 128 de la revista Kinetoscopio está dedicada al centenario del nacimiento del maestro italiano Federico Fellini. Un completo dossier que recorre su vida y obra de manera informativa, cinéfila y reflexiva. Este es el texto que se ocupa de sus siete películas rodadas en la década del cincuenta.

Oswaldo Osorio

El periodo cuando Federico Fellini hizo un cine que todavía no era felinesco, es tal vez el más sólido y orgánico de toda su gran obra. Su conexión directa con el Neorrealismo italiano puede verse como la principal razón de esta unidad que cruza los espacios, personajes y temas presentes en los siete títulos que firmó desde su ópera prima en 1950 y hasta antes de que realizara La dolce vita (1960), su más célebre película y la que significó el cambio de rumbo de su cinematografía en su viaje hacia lo felinesco.

Antes de debutar tras la cámara, Fellini había estado muy cerca del Neorrealismo, incluso desde la misma película fundacional del movimiento, Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) apoyando a Roberto Rosellini, con quien seguiría colaborando durante los años siguientes. Pero también en esa época, que se hace extensiva a toda la década del cuarenta, su verdadera vocación se decantaba por el periodismo y el dibujo. Escribió para la radio y los periódicos y, con una habilidad cultivada desde niño, dibujó caricaturas e historietas. La comedia, el mundo del espectáculo, las mujeres, la cultura popular y la cotidianidad citadina eran la base de su material.

Por eso cuando se habla del Fellini neorrealista se hace más como referencia a un estilo general o a puntos en común con dicha escuela, no necesariamente a que hiciera parte por completo de este imprescindible movimiento. Así fue tal vez cuando escribió para Rosellini y otros directores pertenecientes a ese cine, pero desde su mismo debut, Luces de variedades (Luci del varietà, 1950) comienza a interponer distancias, aun cuando lo dirigió con Alberto Lattuada, quien firmó varias películas neorrealistas.

Lo que más marca esta distancia son sus temas, esos que ya estaban presentes en su producción creativa antes de hacer cine. Y aunque algunos de esos temas tuvieran que ver directamente con problemáticas o personajes de la realidad, en la forma de abordarlos no los problematizaba especialmente. La crítica a esas realidades adversas, como la pobreza, la marginalidad, el desamparo, la delincuencia y las diferencias sociales, la debía hacer el espectador, porque a Felinni le importaba más dibujar el patetismo de sus personajes, poetizarlos, acercarse a su espíritu y cotidianidad, incluso abstraer esos universos de la realidad y encerrarlos en una burbuja visual y de interrelaciones personales con una lógica propia.

Eso se ve claramente, a despecho de Lattuada, en esa primera película, donde un grupo de artistas de variedades arrastra su nómada vida tratando de sobrevivir con un oficio en declive. Y también ya desde esta cinta es cuando aparece una de las marcas distintivas de su obra: la presencia de Giulietta Masina, su esposa desde hacía cinco años y su musa para el resto de la vida, una actriz cuyo gesto podía pasar, en un instante, de la trágica melancolía a la gracia pícara de un payaso sin habla. Ella protagonizó las dos mejores y más exitosas películas de este periodo: La Strada (1954) y Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957), a las cuales, por demás, se les otorgó los dos primeros Oscar que entregara la Academia a mejor película en habla no inglesa. 

En su primera película como director en solitario, El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), Fellini se aleja aún más de los postulados del Neorrealismo y empieza a exhibir elementos más caros a su vida y vocación, pues se trata de la historia de una joven recién casada que, pasajeramente, se escapa en busca de un divo de las fotonovelas. Desde esta pieza, que ciertamente se antoja menor en relación con las venideras, el joven cineasta –tenía 32 años– corrobora su gusto por la farsa y la parodia. Es en esos tonos en que muestra a ese equipo de producción en la playa, así como a ese matrimonio de figurín asustado por la moral y las apariencias impugnadas por las santas instituciones de la Iglesia y la familia.

El talante autobiográfico de su obra emerge ya sin timidez alguna en Los inútiles (I vitelloni, 1953). Es improbable dudar que se trata de una remembranza de su juventud en Rimini, donde nació el cineasta y donde se desarrolla la película. Es posible ver en estos cinco jóvenes algo del mismo Fellini: el mujeriego, el escritor, el hedonista, el artista y el que parte hacia Roma a buscar una mejor vida, más útil, creativa y cosmopolita. Es un retrato generacional más que una historia con argumento, y con esto sigue ampliando la distancia con el cine clásico y realista en el que se formó.

Incluso en una cinta como Amor en la ciudad (L'amore in città, 1953), compuesta por seis episodios, todos ellos de corte documental e incluso uno firmado por el mismísimo ideólogo del Neorrealismo, Cesare Zavattini, el único que propone una situación perfilada por la ficción es Fellini. Además, su protagonista es un periodista y su historia gira en torno a una desventurada mujer, una desventura que será la característica principal de los personajes de sus teres próximos títulos. La diferencia es que en su siguiente filme, Almas sin conciencia (Il bidone, 1955), el de la suerte adversa es un hombre, un estafador crepuscular en otra película menos interesada en un argumento convencional que en construir un retrato, el cual está pintado con ese marcado patetismo que también es sello de los personajes de este periodo.      

Pero esa desventura y patetismo brotan en mayúsculas en la escritura de La Strada y Las noches de Cabiria, dos obras donde el matrimonio Fellini – Masina se alinearon como nunca. En la primera, una joven es vendida a un artista ambulante y todo el relato se centra en los maltratos a los que ella es sometida rumbo a un inevitable destino trágico. Este destino también aguarda a Cabiria, una prostituta en Roma (quien ya había aparecido brevemente en El Jeque Blanco) que busca el amor verdadero en medio del escepticismo heredado de ese trabajo que desprecia. Dos películas descorazonadoras, definidas por el deambular de sus protagonistas recorriendo una vida de vejaciones y decepciones, dos obras para el lucimiento de Julietta Masina y de un cineasta que muestra su refinamiento para crear relatos y personajes atractivos y envolventes sin necesidad de recurrir a una trama explícita.

El Federico Fellini de la década del cincuenta no es neorrealista ni felinesco, sino que es, ni más ni menos, el necesario punto de transición que requería el cine italiano y su momento histórico. No es un cine comprometido políticamente, pero tampoco el de las obras crípticas y delirantes que definirían finalmente su personalidad cinematográfica. Es un cine bisagra que tiene lo mejor de los dos extremos, un cine entrañable, poético y cargado de triste melancolía.

Publicado en la revista Kinetoscopio No. 128 de Medellín, en mayo de 2020.  

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