El cine, la vida, el universo y todo lo demás
Por Oswaldo Osorio
Rita Hayworth estuvo en Cartagena hace exactamente treinta años y Jack Nicholson fue al año siguiente. Claro que eso fue veinte años después de que la peliroja hiciera Gilda y cuatro antes de que el actor con mirada de lunático se ganara su primer Oscar. Es decir, no estuvieron cuando ostentaban el estatus de grandes estrellas, porque en el Festival de Cine de Cartagena rara vez encalla una gran estrella. Salvo por este detalle, que significa mayor publicidad para el evento pero no necesariamente más calidad, nuestro festival a lo largo de cuatro décadas se ha convertido en un acontecimiento no sólo importante sino indispensable.
Digo nuestro festival porque, después de tanto tiempo, resulta difícil no sentir un gran afecto por él, a pesar de los muchos disgustos que también nos ha causado. Pero es que para quienes gustan del cine, ir a Cartagena cada año es como ir a visitar a un viejo y querido amigo, es como la peregrinación obligada que la religión de la cinefilia exige a sus devotos practicantes. De ahí que para muchos cinéfilos en este país sus vacaciones siempre sean en marzo, justo en esos ocho días en que está programada la fiesta del cine más antigua de toda Latinoamérica.
Gabo, compañero de butaca
Ir por vez primera al Festival de Cartagena intimida tanto como el primer día de escuela: Todas esas películas, ese pequeño ejército de funcionarios tratando de hacer marchar todo de la mejor manera posible, el gran flujo de espectadores de variado pelambre y procedencia, que ha viajado cientos de kilómetros con la extraña y única intención de ver cine; y encima de todo, va uno caminando tranquilamente por un pasillo del Centro de Convenciones, el palacio prestado del Festival, o se sienta en su butaca y, de pronto, se topa con Werner Herzog, María de Medeiros, Fernando Solanas, Arturo Ripstein, Francisco Lombardi o hasta con el mismísimo García Márquez. Entonces uno hace como si eso fuera lo más natural del mundo, como si fueran viejos conocidos, o incluso desconocidos, porque ese propósito en común de celebrar y reverenciar el cine nos pone a todos en las mismas condiciones, somos simplemente espectadores de cine que al finalizar una película salimos sólo con el tiempo justo para entrar al baño y tomar un café para no perdernos nada de la siguiente función.
Al final del día salimos agotados, pero también extasiados y victoriosos después de cinco o seis batallas contra el celuloide. Aunque casi siempre los sobrevivientes de esa última función, que ha sobrepasado ya la media noche, sólo son la tercera parte de los que empezaron con entusiasmo la jornada diez horas antes. Y es que se requiere ser un poco obsesos para aguantar sin pausa esta jornada y para, doce horas más tarde, estar dispuestos a repetirla, y así, no una sino seis veces más. De ahí las bajas y deserciones, no sólo por el esfuerzo y pasión que exige tal maratón fílmica, sino porque -y este es el gran inconveniente de todo festival- no todas las películas son lo que uno espera. Las hay tediosas, absurdas, chapuceras, decididamente malas y hasta indignantes. Las peores películas de mi vida las he visto en Cartagena, no en una sala comercial de la ciudad importadas desde Hollywood. En el caso de este Festival, por ejemplo, no es posible ser muy selectivos, porque al ser un evento orientado principalmente al cine iberoamericano de estreno, no se trata tanto de elegir como de conseguir lo que esté disponible de acuerdo con la producción del último año y con los planes que los productores tengan para sus películas.
Por esta misma razón es que el Festival es tan importante, por eso es que se ha convertido en el principal acontecimiento cinematográfico del país a falta de una industria de cine, porque es la oportunidad que tenemos para tomarle el pulso al cine latinoamericano, para estar más o menos al día con él y saber qué se está haciendo, qué rumbos están tomando cada una de las distintas cinematografías nacionales y confrontar nuestra producción con lo que se está realizando en el resto del mundo.
Se están haciendo grandes cosas, cosas importantes. El cine mejicano y el argentino, por ejemplo, pocas veces defraudan. Sus respectivas industrias no son muy fuertes, pero tienen la solidez suficiente como para tener una producción anual considerable y un buen nivel que se refleja en un cine con identidad propia. Películas argentinas como Una sombra ya pronto serás, de Héctor Olivera, El mismo amor la misma lluvia, de Juan José Campanella, Bajo Bandera de Juan José Jusid, o cualquiera de las películas del mexicano Arturo Ripstein, empezando por Profundo carmesí, que se han visto en Cartagena, dan fe de ese proceso experimentado por ambas cinematografías y del Festival como el escenario propicio y permanente para hacerles el seguimiento.
Pero como decía, para hacer ese seguimiento y para disfrutar películas hermosas y fascinantes como Pequeño diccionario amoroso, de Sandra Werneck, Yo, tú, ellos, de Andrucha Wadington, o las películas del infalible Francisco Lombardi, hay que padecer, cuando no es que nos vence el sueño, despropósitos como Roraima, de carlos Oteyza, Bésame mucho, de Philippe Toledano, Tokio Paraguaipoa, de Leonardo Enríquez, o Desasociego, de Guillermo Álvarez. Resulta incomprensible cómo cinematografías como la boliviana o la uruguaya, que en un difícil parto sacan una sola película cada tantos años, cuando por fin hacen una, sus resultados sean tan lamentables como lo fueron El triángulo del lago, de Mauricio Calderón o La memoria de Blas Quadra, de Luis Nieto. Todavía mucho del cine latinoamericano está anclado en los referentes del discurso literario, en imágenes y seudorelatos pretenciosamente intelectualoides, en buscar lenguajes e identidades, incluso temas. Por eso todas esas salidas en falso, por eso la distancia que aún guarda el gran público con él, por eso, aunque ya se tiene dominada la técnica y la estética del hambre propuesta por Glauber Rocha está muy lejos, todavía a muchos directores y cinematografías les falta un poco más de oficio, de madurez, de encontrar las imágenes y los discursos más apropiados y que le son propios.
Sin Rita y sin Jack
A principios de los setenta Andrés Caicedo y Luis Ospina se referían en estos al Festival: “una entrega más del Festival de Cine de Cartagena y continúa siendo un evento curioso y sin utilidad. Mucho Aplauso y ovación para el cineasta, pero nunca se ha pretendido vender y conectar los filmes exhibidos, seleccionándolos sin ningún criterio, como no sea el de las compañías distribuidoras, el de sus intereses. Aunque la delegación de cineastas organizó mesas redondas a fin de comunicar los problemas de las diferentes cinematografías latinoamericanas, los resultados fueron bien pocos, y de todos modos están por comprobar. El Festival no deja de ser un acontecimiento para la burguesía local, sería bueno comprobar si asiste al cine, con alguna regularidad, en otras épocas del año.”
Casi treinta años después, lo de la burguesía local sigue siendo igual, sobre todo cuando de los premios India Catalina para la televisión se trata, también para las ceremonias de inauguración y clausura, pero igual, es un público que en las funciones ordinarias no hace nada de falta. En lo que sí ha cambiado es en el tipo de cine que se presenta, ahora la prioridad es el cine iberoamericano, porque el de las distribuidoras sólo hace su aparición muy esporádicamente, para “oxigenarnos” de tanta realidad latina, que la más de las veces es ruda, cruel y angustiante. Pero además, la queja de este par de insignes y cinematográficos caleños sobre la inutilidad del Festival en función del mercado del cine latinoamericano, ya no es muy válida, pues ahora en el marco del Festival de Cartagena se tiene muy en cuenta ese aspecto y se nota un decidido interés en abrir espacios para hacer posible el intercambio de ideas y proyectos.
Además de esto, el Festival tampoco se limita actualmente a la tarea de proyectar varias películas por día. Desde hace muchos años su programación académica, la realización de ruedas de prensa con la gente del cine y los eventos alternos, son actividades que han enriquecido el Festival, le ofrecen más opciones a quien lo visita y contribuyen a que esa atmósfera cálida y a veces sofocante de la ciudad costeña, esté siempre impregnada del aroma de cine desde las primeras horas de la mañana y que no lo abandone a uno hasta muy tarde en noche. Es por eso que, para los más obsesos, la playa y el mar no necesariamente son una opción, porque en esos ocho cinematográficos días hay mucho que ver, mucho que aprender y mucho con quien hablar sobre cine y sobre las cosas a las que él nos remite, es decir, la vida el universo y todo lo demás. No importa que Rita Hayworth haya muerto, no importa que Jack Nicholson jamás vuelva, en Cartagena tenemos el cine y con el cine los tenemos a ellos.