Mal para el arte, bien para la industria

Este año sin duda ha sido uno de los más importantes de la historia del cine de país. Las razones para hacer esta afirmación son principalmente cuantitativas, pues nunca antes se habían estrenado (como es debido) ocho largometrajes nacionales en un mismo año. Sin embargo, la tendencia de este “grueso” de producción ha sido hacia el cine de consumo, industrial si se quiere, y es en buena medida por eso que el factor calidad no es muy destacado. Las dos últimas películas estrenadas así lo demuestran: Las cartas del gordo (Dago García, Juan Carlos Vásquez) y Dios los cría y ellos se separan  (Harold Trompetero, Jairo Eduardo Carrillo).  

Los tiempos en que Dago García realizaba buenas y rentables películas hace ya años que acabaron. Tal vez sigan siendo rentables, pero ya nada se ha vuelto a ver como La pena máxima o La mujer del piso alto. Su cita anual con el público de vacaciones es cada vez menos cómica, en cambio sí más desconcertante. Las cartas del gordo no se sabe bien qué es, si una mala comedia o un pésimo melodrama, porque insólitamente y contra toda recomendación mezcla ambos géneros sin explotar eficazmente lo que ambos tienen de atractivos. Es una película que raya con el absurdo, no porque se use esto como base del humor, sino por la total falta de verosimilitud, de sentido del humor, la completa ausencia de gags y por la imposibilidad del espectador para identificarse con alguno de los personajes o situaciones.

En la película de Trompetero y compañía, por su parte, hay una mayor originalidad y sentido de la comedia. Es una propuesta más sólida y en muchos sentidos atractiva, porque se trata de una comparsa de personajes que son construidos y relacionados a partir llamadas telefónicas únicamente. Pero aunque el recurso se antoja ingenioso, termina por agotar y tornarse monótono, muy a pesar de la corta duración del filme (parece más un mediometraje). Las limitaciones visuales (planos medios y primeros planos de gente al teléfono) se compensan con la simpática y colorida elaboración en decorados, utilería, vestuario e interpretaciones. Pero de fondo, además de las imágenes religiosas que recalcan el sentido irónico y de doble moral de la historia, la película está hecha de corrupción emocional y social, de personajes mezquinos, egoístas y traidores, y es con esta sarta de antivalores que la película alcanza a crear algunos momentos de buen humor, llegando a ser más entretenida que hilarante.

Si alguien quisiera conocer cómo es el sentido del humor de los colombianos a partir de nuestro cine, terminaría clasificándonos en una escala muy baja. Desde el llamado “benjumeismo” de finales de los setenta hasta estas dos últimas comedias estrenadas, parece que el humor que nos merecemos es el que por más de tres décadas ha hecho Sábados felices semanalmente, esto es, más que comedia visual, verbal o de situaciones, una retahíla de chistes de dudoso gusto y mínima elaboración. No se le puede pedir a José Ordoñez o al Flaco Agudelo que cada semana sean los Monty Phytón, pero sí a Dago García que una vez al año intente siquiera definir qué es buen humor y no nivelar por lo bajo al público colombiano.

Si a la comedia de dudosa calidad de estas dos películas le sumamos el efectismo de Al final del espectro, las pretensiones de gran producción de Karmma y el oportunismo superfluo de Soñar no cuesta nada, entonces resulta preocupante el rumbo que el cine colombiano está tomando en su afán de ser industria, es decir, de obtener una buena respuesta en la taquilla y así asegurar la continuidad que toda cinematografía necesita. Por eso el cine nacional está en una encrucijada: lo que están haciendo estas películas es necesario, pero está resultando contraproducente para construir un cine de calidad y que diga realmente algo del país.

Publicado el 29 de diciembre de 2006 en el periódico El Mundo de Medellín.

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