Los atajos son ya más cortos
Por Oswaldo Osorio
El director cubano Julio García Espinosa, en un lúcido texto sobre los cien años del cine latinoamericano[1], planteaba como las principales constantes, problemáticas por demás, del cine de nuestra región en su primera centuria, de un lado, la disociación entre la producción y la exhibición, y del otro, la ausencia de una evolución continua, que ha obligado a una dinámica de saltos, de tomar atajos, para ponernos al día con las tendencias mundiales del cine. El 40 Festival Internacional de Cine de Cartagena, como cada año, ha servido para tomarle el pulso al cine de estas latitudes, algo que sólo puede hacerse en un evento como éste, pues esa disociación entre producción y exhibición de que habla García Espinosa se hace más evidente en el circuito latinoamericano. Por eso nuestro público desconoce casi por completo este cine, muy a pesar de que las dos o tres películas latinoamericanas que anualmente logran traspasar las fronteras son, generalmente, bien recibidas por este público. La pregunta, entonces, es la de siempre: ¿Por qué no se ha podido establecer un mercado interno de cine en América Latina?
En cuanto al otro asunto, a la falta de evolución continua, la tomadera de atajos para alcanzar al cine mundial, la producción latinoamericana de la última década ha dado muestras de que ya no es necesario tomar esos atajos (sobretodo en cinematografías como la mexicana y argentina), o al menos ya son más cortos. Sigue prevaleciendo una gran diversidad en las propuestas de los distintos países y directores, desde el cine más convencional hasta los directos herederos del Nuevo Cine Latinoamericano. Entre esas dos tendencias y las limitaciones de recursos y exhibición, hay un cine heterogéneo y vital, aunque no abundante, un cine irregular, pero donde la tendencia a la calidad pesa más que los productos malogrados. A la luz de estos elementos, el siguiente es un balance de este último año de cine latinoamericano representado en los filmes que visitaron Cartagena 2000:
Empezando tanto por orden alfabético como de calidad en su cine, tenemos a Argentina, que siempre parece mantener un buen nivel en sus propuestas. La ganadora del India Catalina a mejor película fue Garaje Olimpo, de Marcos Bechis, un filme lleno de cualidades en sus planteamientos dramáticos y que logra mantener un angustiante interés en la pareja protagónica: un agente al servicio de la dictadura que cumple diversas funciones, entre ellas torturar, en uno de esos como campos de concentración donde recluían a los enemigos del régimen y donde se encontraba la mujer con quien estableció una particular y contradictoria relación. Es una película que ya hemos visto varias veces desde La noche de los lápices, pero contada desde una nueva perspectiva y con un tema que no por lo transitado deja de ser relevante, pues, como lo afirma su mismo director, nunca hay que olvidar episodios de la historia como ese. Otra pareja argentina que estableció una relación no menos singular, fue la de El mismo amor, la misma lluvia, de Juan José Campanella, uno de los mejores filmes del Festival. Es la historia de un amor que va y viene, nace y muere a lo largo de veinte años, una historia que, pese a su intimismo, no se olvida de dimensionar el contexto político y social en que se desarrolla; también es una muestra de la convincente y atinada evolución de los personajes en un relato.
La cinematográficamente hablando exótica Bolivia, estuvo presente con El triángulo del lago, de Mauricio Calderón, que cuenta una insufrible historia de viajes a través de distintas dimensiones, una “BOMB”, como dicen las guías de video para referirse a películas insólitamente malas. Paradójicamente, es una película que evidencia un generoso respaldo presupuestal, razón de más para cuestionar la manera como se “desperdician” las pocas (a veces únicas) oportunidades de hacer cine en ciertos países de la región. El irregular cine de Brasil, por su parte, se vio con Orfeo, del veterano Carlos Diegues, la puesta al día del mito de Orfeo en las favelas de Río de Janeiro, que además combina los ingredientes necesarios de violencia y samba. Es una película que, aparte de documentar tangencialmente la miseria de los barrios marginales de esta ciudad y el colorido y espectáculo del carnaval, poco aporta dramática o narrativamente al mito que retoma y al cine mismo. Sorprende que haya sido una de las triunfadoras del Festival, aunque no tanto si se tiene en cuenta que Víctor Gaviria, un director que maneja un tema muy afín al propuesto por esta película, hacía parte del jurado.
Al cine colombiano no me voy a referir porque otros espacios de esta revista ya se ocuparon con más detalle, pero al menos es necesario aclarar que no se trata de ninguna bonanza, sino más bien de una coincidencia, el hecho de que siete películas colombianas estuvieran presentes en el Festival, pues no estamos hablando del producto de uno o dos años de trabajo, sino de muchos más, sólo que todas se terminaron casi al mismo tiempo. Eso sin contar que varias de ellas son operas prima y que Luis Ospina, por ejemplo, llevaba diez y ocho años sin hacer un largometraje, así que no se puede hablar tampoco de procesos ni nada de eso. De lo que sí se puede hablar es de la heterogeneidad y, en general, el buen nivel técnico y cinematográfico de las propuestas. Las películas colombianas fueron Soplo de Vida, de Luis Ospina; El intruso, de Guillermo Álvarez; Kalibre 35, de Raúl García; Es mejor ser rico que pobre, de Ricardo Coral-Dorado; El séptimo cielo, de Juan Fisher; Diástole y sístole, de Harold Trompetero y Terminal, de Jorge Echeverri.
En Cuba, por su parte, parece que la tradición de un cine sin presiones comerciales y las constantes búsquedas de nuevas formas de expresión lo han llevado la más de las veces por caminos fallidos, aunque no es éste el caso de Las profecías de Amanda, de Pastor Vega, una película, digamos, convencional en cuanto a sus planteamientos y desarrollo. Se trata de la biografía de una mujer que es clarividente y de la manera como tal don se entrecruza y condiciona su vida cotidiana. Es una película amable con el público y con su protagonista, sin más pretensiones que contar de manera simple una buena historia. De otro lado, el buen nivel y la permanente presencia de la cultura popular, que son las principales características del cine mexicano, se vieron en sus dos películas: la primera es Santitos, de Alejandro Springall, una película agradable y algo ligera, llena de colorido y humor, muy a pesar de tener como hilo conductor el accidentado y desesperado itinerario de una mujer que busca a su hija, por mandato de un santo que se le apareció en el horno de su casa; y la otra, más grave y sólida en sus planteamientos es Un dulce olor a muerte, de Gabriel Retes, uno de los buenos nombres del cine mexicano (de hecho, ganó al premio a mejor director del Festival), quien con economía de elementos propone un tensionante drama en medio de un caluroso pueblo: una joven asesinada, un supuesto novio, también un supuesto asesino y la presión en el ambiente que clamaba venganza. Con eso el director tiene para contar una buena historia con limpieza y efectividad.
En cuanto al Perú, parece que lo que no haga Francisco Lombardi no lo hace nadie más, por eso, si acaso vale mencionar que de este país se vio una desafortunada y casi sin sentido película llamada La carnada, de Marianne Eyde. En cuanto al señor Lombardi, confirmó la regla con su Pantaleón y las visitadoras, una bien lograda adaptación de la novela homónima de su paisano Mario Vargas Llosa. La historia del meticuloso militar que organiza un eficiente escuadrón de “visitadoras” para satisfacer las necesidades de los soldados, es contada con buen oficio por el director, logrando, con toda seriedad, una respetable comedia, casi una farsa, pero sobretodo, recreando con habilidad a ese personaje que le da vida y sentido a la historia y que marca la diferencia con la simple anécdota.
De Venezuela, que también se caracteriza por los altibajos en la calidad de sus producciones, se vieron dos películas: Huelepega: la ley de la calle, de Elia Schneider, una versión más (sin agregarle nada, solamente un poco de tedio) acerca del tema de los niños de la calle y la delincuencia juvenil; y también se pudo ver la nueva película de Alejandro Saderman, ese director que tanto conmovió y gustó hace algunos años con su opera prima, Golpes a mi puerta (1993). Esta nueva película fue Cien años de perdón, una comedia con trasfondo de crítica social un tanto elemental, que decepcionó un poco a quienes esperábamos ver las mismas virtudes de su primer filme.