Tres cortos argumentales
Por Oswaldo Osorio
Guillermo Cabrera Infante dice que un director de cine no es más que un empecinado al que le dejan dirigir una película. En nuestro país estas palabras cobran mayor dimensión a la luz de una industria que nunca ha sido tal. Por eso muchos han optado por el llamado “cine electrónico”, que no es otra cosa que el video utilizando lenguaje de cine. Pero estos que cuentan sus historias en video no son menos empecinados que los que lo hacen en cine y tanto unos como otros parecen mucho más empecinados últimamente, pues nunca antes se había visto tanta actividad en torno al video (no tanto al cine, pero también). Muchos realizadores, casi todos ellos jóvenes, se encuentran actualmente planeando, produciendo o estrenando sus películas, ya aprovechando una subvención estatal o financiando sus propios proyectos.
Hace poco, y casi al mismo tiempo, se estrenaron tres argumentales realizados en Medellín: Gajes del oficio, de Andrés Burgos; Creí que nunca encontraría tu cadáver, de Rodrigo Mora; y Alexandra Pomaluna, de Gloria Nancy Monsalve. El primero realizado en cine, los dos restantes en video y todos ellos con una duración entre 20 y 35 minutos. Como este país es de ciegos, en principio resulta regocijante y admirable el mero hecho de que unos empecinados comiencen y terminen una película. Pero no hay que caer en la trampa y se hace imperativo tomar la distancia necesaria para no darles el “año ganado” por la única razón de que cumplieron, porque además de cumplir hay también que convencer:
Gajes
Muy pocos realizadores en Colombia tienen la fortuna de hacer en cine una película, aunque sea un cortometraje, y menos todavía si son jóvenes, como lo es Andrés Burgos. Precisamente en ese aspecto está el primer acierto de este realizador, que supo sacarle provecho al medio, a las posibilidades estéticas del soporte fílmico, e hizo una película técnicamente impecable y muy atractiva formalmente. Su película aborda el tema del trabajo y de unos oficios en particular, lo hace en clave de comedia y articula su narración a partir de un paródico programa de televisión, un top show en el que los personajes (un periodista, tres sicarios y un taxista) exponen su punto de vista y recapitulan lo sucedido en una historia común.
A Gajes del oficio también se le debe abonar la idea original y audaz de la que parte, aunque pudo haber sido mejor concretada, pues a la larga resulta ser una de esas historias que se pierden en varias direcciones y se distrae en los detalles, lo cual siempre es un riesgo que se corre cuando se hace comedia. Es por eso que vemos una película atractiva en principio, que comienza proponiendo y exponiendo demasiado pero que a la postre no define mucho; una comedia con igual proporción entre los chistes flojos y el humor agudo e inteligente, y eso se debe tal vez a que emplea casi todos los recursos y resortes del humor, unos le funcionan, como la ironía y la parodia, pero otros no, como las retahílas y el absurdo.
El talón de Aquiles de esta película son los actores y sus irregulares interpretaciones: en un momento son fluidos y verosímiles, y al otro recitan sus parlamentos, a tal punto que parecemos estar viendo un mal programa “humorístico” de la televisión regional. Igual ocurre con su original estructura narrativa, que de ser compleja, por momentos degenera a complicada. Claro que éste no es un inconveniente mayor, gracias a la gran fluidez de que goza su narración y a la eficacia de un montaje muy acertado para la historia que cuenta y para el género que maneja. Por todo esto, por esos defectos contrapuestos a esas virtudes, esta película se puede considerar, en definitiva, como un divertimiento bien hecho, como una obra respetable pero no inolvidable.
Pomaluna
Inmediatamente después de ver la película de Gloria Nancy Monsalve, uno piensa en dos cosas: la primera de ellas es, inevitablemente, el cine de Víctor Gaviria, con todo lo ventajoso y desventajoso que esto pueda tener, y la segunda es la sencillez y el convencionalismo de la historia (un pillo secuestra a un niño para obligar a un travesti a que se acueste con él); pero con esto último no estoy denunciando un defecto, todo lo contrario, si hay algo que le ha faltado a buena parte de nuestra reciente tradición audiovisual (y esto se aplica también en parte a toda Latinoamérica), es la capacidad para contar historias claras que obedezcan a ese clasicismo narrativo y argumental que tiene como preceptos la lógica y la eficacia, esta carencia se puede evidenciar en cierta medida en las películas de Burgos y Mora, por no ir muy lejos. Alexandra Pomaluna sí tiene estas dos cualidades: lógica y eficacia en su narración y argumento, y éste es el primer requisito necesario para dominar ese difícil arte de contar historias. Claro que es preciso anotar que tales cualidades son inherentes a la idea original, que ya ha sido escrita, filmada y cantada, por Guy de Maupassant, John Ford y Chico Buarque, respectivamente; pero este detalle no le quita todo el mérito a esta realizadora.
Si se observa detenidamente, la película es imperfecta en varios sentidos: el eterno problema de las actuaciones en primer lugar, que si bien y por fortuna no es el caso de los dos protagonistas (Pomaluna y el Chardi), sí ocurre con la casi totalidad de los actores de reparto. Así mismo, técnica y formalmente se antoja descuidada, pues de un lado su tendencia hacia el realismo no le permite explorar y jugar con elementos como la fotografía o la dirección artística, y cuando lo hace (con el bar de travestis, por ejemplo) resulta poco convincente; y por otro, aunque en ningún momento va en detrimento de la eficacia narrativa, su montaje es irregular y por momentos discontinuo, en parte se debe a la ausencia de la música (sólo hay música diegética). Pero es que la música no debe ser pensada sólo como un adorno, sino que puede ser un recurso muy útil, por ejemplo, para efectos de continuidad y para que las escenas de transición no parezcan relleno visual. La utilización o no de música debería estar sujeta a la necesidad, no tanto a una determinación previa del director.
Bueno, pero lo anterior sólo son detalles, tecnicismos si se quiere, porque el valor de esta película está en lo que nos cuenta y la manera como lo hace, está en la sencillez y claridad de la que hablaba y en la habilidad para construir un universo, sus personajes y los sentimientos de éstos. La película fácilmente podría quedarse en la anécdota y en el morbo del travestismo, el sexo y la muerte, pero prefiere apostarle al drama de la historia y a las emociones de los personajes. Y sale bien librada de la apuesta, porque Alexandra Pomaluna logra trasmitir unos sentimientos y unas ideas, y con total verosimilitud logra hablarnos de cosas como miedo, zozobra, doble moral, maldad, inocencia y, bueno, de paso da una pincelada más a ese gran fresco que desde hace varios años muchos artistas, desde diferentes áreas, están haciendo de un sector y una realidad de Medellín, un asunto que a veces cansa, pero que no deja de ser relevante.
Tu cadáver
La película de Rodrigo Mora es la única de las tres realizada sin ayuda estatal, porque un guión con sus características nunca sería elegido por un jurado. Y es que se trata más de una obra de autor, que no se hace ninguna concesión al eventual espectador, ni siquiera al medio mismo, sólo al universo del autor y a su estilo. Por eso es una obra difícil de digerir y de entender a primera vista, su mismo título, Creí que nunca encontraría tu cadáver, nos previne de esto. La película repele al espectador desde el mismo momento en que su desastroso audio (otro mal atávico de nuestros productos audiovisuales) no le permite entender en las palabras lo que de por sí ya es confuso en las imágenes. Claro que después nos damos cuenta de que es incorrecto decir confuso, pues el término más excato sería no explícito: Las situaciones, los personajes y la relación entre ellos están sólo insinuados de distintas formas, por esto y por el laconismo de los personajes, la historia parece estática y difusa, y el audio que no ayuda.
Pero luego de una segunda mirada las cosas cambian. Y cambian más todavía si se trata de una nueva copia a la que le han puesto subtítulos (¡tan malo era el audio!). Este nuevo elemento es casi revelador por dos razones: la primera tiene que ver con que el guión salió de un cuento del mismo director, por eso los diálogos entre la pareja protagónica, cuando se entendían, edvidenciaban su origen liteario, tanto que muchas veces se antojaba forzado y artificioso. Pero con los subtítulos el defecto se volvió efecto y el espectador puede leer lo que fue concebido para ser leído, de esta forma cobran su real dimensión el texto y la imegen; la segunda razón por la que resultan reveladores los subtítulos es, y parece gracioso decirlo, porque podemos entender los parlamentos y por ende la historia.
Después de entender, podemos saber qué es lo que pasa en esa habitación entre Sara y Miller, podemos percibir la historia nunca contada que hay entre ellos y darle la connotación que exigen sus palabras, su estado de ánimo y ese contradictorio beso warholiano del final (dura casi minuto y medio), que entre los espectadores tiene tantos entusiastas como detractores; conociendo y entendiendo todo esto gracias a las letras, que no a las palabras pronunciadas, apreciamos con razón de causa esa atmósfera que es la principal virtud de la película, una atmósfera creada a partir de una acertada dirección artística, de una iluminación tan eficaz como sugestiva, aunque no perfecta, y de la actitud de unos personajes logrados con economía de trazos. A ritmo de un visceral rock de los ochenta transcurre la no menos visceral película de Rodrigo Mora, tan llena de cualidades como de defectos, sólo que las cualidades parecen ganar en fuerza y en pasión y también en estilo propio, cosas casi siempre tan escasas en este oficio de empecinados.