Alfredo Bryce Echenique

Me imagino que me gustaría contar esta historia de una forma determinada. Pero, en realidad, mi situación en aquellos años pecaba precisamente de todo lo contrario: pecaba de indeterminación. En Francia, entonces, se militaba mucho, siempre, eso sí, hacia la izquierda. Yo, que en ese sentido no tenía ningún problema, porque desde niño supe que mi corazón lo tenía a la izquierda, creía pues que tenía las cosas muy claras.

Pero no, señores. Resulta que el cine norteamericano, por provenir del imperialismo yanqui, era todo de derechas. Asunto grave para mí, porque en mi país de proveniencia, o sea en el Perú, casi todito el cine que llegaba venía de los Estados Unidos con alienación, neocolonialismo y destino manifiesto. Había, por supuesto, el cine San Martín, donde uno tenía que soplarse el Nodo y no entender nada sobre cómo y por qué Franco había inaugurado algún pantano, en algún lugar que a lo mejor no quedaba muy lejos de donde había nacido Luis Buñuel, que además vivía en México y era director de la película que uno iba a ver enseguida con el título de La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, o Muerte en este jardín.

Pero resulta que en esas películas no salían ni John Wayne; ni Frank Sinatra, cuando era flaco; ni Dean Martin, cuando no quería ir a la guerra con Marlon Brando, en Los jóvenes leones. En fin, que lo único que uno había visto al salir del cine era a Franco inaugurando un pantano, en el cine San Martín, de la distribuidora de don Eduardo Ibarra.

También había los cines franceses, que se llamaban Le Paris y Biarritz, pero ahí tampoco salían ni John Wayne ni Dean Martin ni Humphrey Bogart, ni siquiera el inmortal Indio Bedoya, mexicano oficial de Hollywood, cuya frase favorita era: Pancho, bring mi pronto mai pistolas, that ai go to kill di general Gómez. Ahí, en esos cines, en el Biarritz y en el Le Paris, salían las pecaminosas Mylène Demengeot y Brigitte Bardot, con la recomendación muy seria puesta en los periódicos: “Para adultos, no recomendable para señoritas”.

Yo me seguía acordando de John Wayne, Richard Widmark, Dean Martin y Jane Mansfield, que además murió decapitada en la vida real. Y también, por supuesto, me acordaba de una cosa. Me acordaba de mi gran Richard Widmark, porque tenía mi tesoro privado cinematográfico, que era esa película suya llamada El Rata, en que cuando besaba a su novia en un muelle, y mientras la besaba (ella se llamaba Jean Peters), le robaba la cartera.

Bueno, después me vine a Europa, donde era pecaminoso para la izquierda seguir viendo a esos actores maravillosos. Entonces, ya en 1964, recién llegadito a todo, o sea a Europa y a la izquierda, que no era la de mi corazón, me escapé al cine. Vi que anunciaban una en que trabajaban Dean Martin, Kim Novak y Felicia Farr, que en la vida real estaba casada con Jack Lemmon. Entonces me metí a ese cine. La película se llamaba Bésame, idiota, y era dirigida por Billy Wilder, y me divertí como un ser independiente. Me reí a carcajadas con la canción aquella llamada Sofía y con la noche entera en que Dean Martin trata de seducir a la mariposota nocturna de Kim Novak, que hace de falsa esposa y dueña de casa, mientras Felicia Farr, esposa verdadera en la vida real, hace de puta y mientras el monstruo de celos de su marido, compositor musical pueblerino y frustrado, trata de seducir a Dean Martin, que hace de Dean Martin también en la película, poniéndole de tremendo cebo a una puta llamada Kim Novak para lograr que éste se crea que ha seducido a una virtuosa ama de casa y cante gracias a ello una canción llamada Sofía, compuesta por el patético marido claro está, y el asunto termine todo con final feliz aunque también con Kim Novak nostalgiquísima de su noche de falsa esposa súper fiel, y pobre pero honrada. Felicia Farr de lo más contenta y satisfecha con su noche de puta falsa.

Después, lógicamente, salí a la calle e intenté buscar a algún amigo que, como yo, hubiese visto Bésame, idiota. Me expulsaron de todas las casas de todos los peruanos que había en París. Y me sentí solo en la calle y anduve repartiendo besos volados, de François Truffaut, como un idiota, y nadie me los recibió ni a la volada. Tomé un taxi, yo que entonces no tenía ni para metro (ya ni hablar de la Metro Goldwyn Mayer) y le pedí que me llevara hasta Montmartre. El taxista, que era gruñón, o sea parisiense, me preguntó que para qué quería ir tan lejos, y yo le expliqué que era un asunto de besos de Dean Martin, Kim Novak y de Felicia Farr, con lo cual comprenderán, ustedes señores, que el tipo me dijo: –Mire, si lo que usted desea es ir a Hollywood, tome un avión o un barco, pero esto es un taxi.

Me dejó, como se suele decir, en la misma calle, quiero decir en la misma calle en que lo tomé. Y recuerdo con todo el cariño del mundo mi larga caminata, mi travesía del distrito 17, mi cruce del bulevar Pigalle y mi encuentro final con el funicular que llevaba a Montmartre. Ahí intenté repartir un par de besos, idiotas, y lo único que recuerdo es que alguien me dijo: –Ha llegado usted al punto más alto de París, hablando de una película que aquí nadie conoce y ahora baje, sí, señor, empiece a bajar y váyase al mismísimo infierno.

Todo eso sucedió en 1964, o a lo mejor fue el 65. Después decidí olvidarme de aquella vivencia, olvidarme del Perú, del cine que había visto, y sobre todo de Richard Widmark, mientras en El Rata le daba a su novia, Jean Peters, besos robados porque le estaba robando la cartera.

La verdad es que Neruda dice que es bien largo el olvido, pero mi opinión personal es que es bien largo el recuerdo. Ya después me volví un hombre serio. Nunca más volví a ver una película norteamericana, e incluso recuerdo haberme entretenido mucho viendo películas italianas, españolas, francesas. Me acuerdo, además, que fui afortunado, que una vez en la cinemateca se sentó a mi lado Elsa Martinelli, y que ella y yo, a la salida, nos pusimos de acuerdo en que ella era muchísimo más bonita en la vida real que en la pantalla. Y me acuerdo que le conté que en aquella película llamada Un amor en Roma yo nunca entendí por qué diablos a ella la plantó aquel actor desconocido por una ninfómana francesa que valía muy mucho menos que ella. Eso le hizo mucha gracia a Elsa, y así nos despedimos, sonriendo. Y me acuerdo también que una vez en los Campos Elíseos me crucé con Elke Sommer, que era más bien chatita e iba acompañada, de tiendas, por su esposo John Hyams, un fotógrafo al cual ella le fue siempre fiel y que le tomaba fotos desnuda que después él mismo vendía a Playboy. Y después me acuerdo que, en Menorca, perdimos un avión juntos una actriz muy bonita, que trabajaba en El conformista, de Bertolucci. Estaba con su hijita y reservó un hotel. Yo me fui a un bar y después ella entró a comer en ese bar y me preguntó que por qué no había reservado un hotel. Yo le expliqué que era por un asunto de dinero y dialogamos mucho en torno de ese problema. Del nombre de esa bella actriz no me acuerdo y no vayan a creer ustedes que yo soy Agatha Christie y que va a aparecer en el desenlace de este cuento. No, si lo supiera, si lo recordara, se los diría ahora mismo.

Bueno, pero este recuerdo es de 1976, en Menorca, y entonces ya había pasado lo que sí les quería contar, que es lo siguiente. Ustedes se acuerdan de que en 1964 o 1965 fui a ver esa película que no pude comentar con nadie y que se llamaba Bésame, idiota. Pues en 1968, cuando ya yo era un señor establecido (o así me lo imaginaba, con autoengaño) y sin recuerdos, pero con pesadillas, estalló una revolución en París, un fenómeno social que es conocido como Mayo del 68, y del cual se ha escrito mucho y no se ha dicho nunca nada, salvo una cosa que la dijo Alain Touraine, que es ésta: Mayo del 68 no tiene mañana, pero sí tiene un futuro. En esa revolución, donde el Partido Comunista sí sacó algunos acuerdos salariales, llamados de Grenelle, y después dejó a los estudiantes solos, la gritería era inmensa. Tanto, que al final los estudiantes no tomaron la Bolsa de París sino el teatro Odeón, para seguir desahogándose a gritos de una Francia aburrida.

En plena revolución, donde no hubo ni un solo muerto de verdad, salvo algún muchacho que se ahogó tratando de tirarse al río, creo, yo andaba caminando por una calle del barrio judío de París, llamada Saint Paul, y la muchedumbre gritaba furibunda contra una película de Don Siegel, llamada Madigan, pero que en francés la habían traducido como Police sur la ville, o sea Policía sobre la ciudad, y con tremendo letrerazo casual, circunstancial, pero que ahí en plena calle y mayo caliente resultaba bastante provocador, la verdad, aunque se tratara sólo de una total coincidencia. Actor: Richard Widmark. Prohibido verla, según gritaban en la misma revolución cuyo máximo, más bello e inolvidable slogan era: Prohibido prohibir.

Presa de mil contradicciones, me fui a mi casa, atravesando la revolución. Tumbeme en la cama, y recordé al Rata: era Richard Widmark, y era el actor de la película ésa, Madigan, que después fue una famosa serie de televisión, pero sin él como actor. Porque les cuento, señores, que, aunque he visto su foto, viejo y calvo, de visita en alguna tasca madrileña, él fue la muerte más bella de Mayo del 68. Por eso les cuento que, a la mañana siguiente de haberme ido a mi casa, presa de mil contradicciones, desperté. No había taxis, ni metros, sólo estudiantes revolucionando por las calles, y yo que, modestia aparte, sigo siendo un estudiante de la vida caminé tranquilamente hasta la calle Saint Paul, hasta el mismo cine Saint Paul, y ya, por supuesto, habían quemado el letrero aquel de Policía sobre la ciudad, pero seguían dando la película Madigan.

Ya no había ni vendedora de entradas para ir a ver esa película. Y yo, que por aquella época usaba una boina vasca (no sé por qué), me la quité, respetuoso. Entré, me senté en la última fila del cine a ver la película y allí estaba Richard, El Rata, pero ahora era un viejo policía vestido de civil. Se le había caído mucho pelo, pero todavía conservaba esa sonrisa que parecía que alguien estaba haciendo gárgaras, esa sonrisa con la cual incluso sedujo a Marilyn Monroe, en una de sus primeras películas, debutante.

El, Richard Widmark, que en la vida real no era más que un granjero de Missouri. El, a quien le gustaba salir en las fotos detrás de la verja de su granja con unos jeans azules y una camisa a cuadros azul y blanca.

Cuando vi que lo hirieron, vestido de policía de civil, me pasé a la fila de adelante. Cuando vi que sus compañeros policías lo venían a auxiliar, me pasé a la fila de más adelantito. Cuando vi que llegaba una ambulancia, ya me corrí como cuatro filas más para adelante.

Cuando vi que el último viaje era en esa ambulancia y que Richard Widmark se estaba muriendo, como lo que era, un actorazo, corrí en la platea hasta la primera fila para estar lo más cerca posible de aquella ambulancia, porque quería oír muy bien lo que les iba diciendo a sus colegas que trataban de inspeccionar unos balazos que le habían metido en la barriga.

Esa escena, les juro, era de una belleza, de una ternura, porque el hombre entendió, y lo dijo ya en palabras que justificaban su conducta en la vida, que le avisaran a su esposa, para que ella después se las agenciara y viera cómo les avisaba a sus hijos, que ya no voy, que no volveré a cenar esta noche, porque la verdad es que el hombre sabía que ya no iba a llegar ni siquiera al hospital.

Después, ustedes comprenderán, señores, salir del cine, comprobar que llegó julio, comprobar que llegó agosto, comprobar que la revolución, en el otoño siguiente, se había acabado sin muertos, y que he tenido que esperar todo este tiempo para contarles que sí hubo una muerte muy bella. Y que como ya la he contado en líneas más arriba, lo único que me queda es decirles: –Besen, idiotas. Besen a la muerte más bella del 68, señoras y señores.

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