¿Existen los sueños eléctricos?

 

 

Por: Oswaldo Osorio

 

 

Cuando el computador HAL-9000 canta “Daisy”, no lo hace simplemente porque quiere aplicar uno de sus tantos programas, sino porque quiere entonar un réquiem ante la inminente perspectiva de su “muerte” en el momento en que lo desconectaban. No es gratuito que esto ocurra en 2001: una odisea espacial (Kubrick, 1968), la película que le dio por fin a la ciencia ficción su estatus de género serio e importante. Una película que, entre muchos de los precedentes que estableció, planteó la confrontación hombre–máquina como uno de los temas más recurrentes de este tipo de cine.

 

Una de las características más determinantes de la ciencia ficción es el avance tecnológico como una de las certezas del futuro de la humanidad y como leitmotiv de muchas de las situaciones y conflictos. Desde la invención de rueda, pasando por la máquina de vapor, hasta la creación de la última sonda espacial, el hombre no ha cesado en su empeño de construir artefactos que le faciliten la vida. Y es en el último siglo cuando en mayor medida se ha avanzado en esta evolución, más incluso que en todo el tiempo anterior junto.

 

Como siempre, el punto de referencia de todas las acciones del hombre es el hombre mismo, se busca que cada uno de estos artefactos tengan sus características, ampliadas y mejoradas, pero siempre manteniendo la “máquina humana” como el modelo para crear las demás máquinas. Se pretende hacerlas a imagen y semejanza  del hombre, y esto no se refiere sólo a su constitución física y funciones, sino a su misma lógica de funcionamiento. Así que cada máquina que el hombre construya va a tener, en la medida de lo posible, las cualidades del hombre, incluyendo eventualmente su conciencia, el conocimiento de su existencia como algo que trasciende la mera materialidad.

 

Es a partir de esta posibilidad, de otorgarle a las máquinas cualidades espirituales e intelectuales como las del hombre, que se da el verdadero conflicto en esa relación hombre-máquina planteada por la ciencia ficción. Es cierto que el conflicto se puede dar sin trascender esta supuesta conciencia de las máquinas, pero es una cuestión sólo de malfuncionamiento que se soluciona relativamente fácil, sólo con acciones físicas, sin entrar todavía a hacer cuestionamientos de orden moral, únicamente se necesita, por decirlo de alguna forma, un alicate y una pistola. Esto lo vemos en películas como El mundo del futuro  (Michael Crichton, 1973) o cuando los Simpson  van a la tierra de Tommy y Daly y vencen a los robots con los flashes de las cámaras.

 

La máquina con alma

Las relaciones hombre-máquina planteada por la ciencia ficción se dan, principalmente, en a cinco niveles. Ya veíamos un primer  nivel, que es el malfuncionamiento. Un segundo nivel es el de la manipulación de las máquinas por parte de los hombres y en contra de otros hombres. Y por eso aquí el conflicto se da sólo entre humanos, pues la máquina únicamente es otra de las armas utilizada en la confrontación, como cuando en Metrólpolis (Fritz Lang, 1927) la figura mesiánica de María es sustituida por un robot, o cuando en La Guerra de las galaxias: episodio I (Georges Lucas, 2000) un ejército de androides es creado para luchar contra los humanos.

 

Pero cuando aparece la máquina conciente de su propia existencia, es cuando la ciencia ficción mejor provecho le ha sacado a sus historias, cuando la relación hombre-máquina llega a unos niveles de complejidad casi ontológica. Esto ocurre a partir del tercer nivel, que sería cuando la máquina es víctima de los hombres, ya sea porque hay un celoso rencor ante la amenaza de ser sustituido por un amasijo de cables y metal o simplemente porque se niega la conciencia de la máquina, como sucedía por ejemplo, y guardando las proporciones, con los europeos en la conquista de América, que afirmaban que los indios  no tenían alma.

 

Así mismo, el hombre sólo concibe a la máquina como una cosa, no importa que haya la intención de causarle “dolor físico”, como cuando ingenuamente en una de las primeras entregas de La guerra de las galaxias nos muestran una sala de torturas para robots a donde llevan a CPO3 y a R2D2 (alias Arturito). También lo podemos ver, y de manera más dramática, en Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001), cuando los hombres hacen esa “desalmada” feria para destruir “mecas”, de la misma forma que los romanos echaban cristianos a los leones (aunque el verdadero conflicto de esta película hace parte de otro nivel más complejo). Otra variante puede verse también en Robocop (Paul Verhoeven, 1987), en la que a este policía, mitad hombre y mitad máquina, sus creadores le han extirpado la conciencia, la cual trata de manifestarse a partir de los recuerdos.

 

La memoria, entonces, se presenta como uno de los principales signos de esta conciencia, es lo que marca la diferencia  entre ser humano o máquina. En Blade Runner (Ridley Scott, 1982), para identificar a los replicantes, se les hace un cuestionario que busca crear un conflicto en sus procesos “mentales”, apelando a las emociones que les producen recuerdos que no tienen, como cuando a Leon le preguntan por las cualidades de su madre. También en esta película, que es tal vez la que mejor ha planteado y desarrollado este tema, vemos a Rachel como una humana más, pues le fueron implantados los recuerdos de la sobrina del creador y porque no tenía una vida limitada como los demás replicantes, por lo tanto, no sabía cuándo iba a morir, como le ocurre a cualquier otro ser humano.

 

Las máquinas  al poder

Pero antes de continuar con la reflexión sobre la memoria de las máquinas, hay que hacer un alto para enunciar el cuarto nivel de esta relación, un nivel en el que de cierta forma se vuelve a simplificar el conflicto, al menos en el orden moral y ontológico, que no en términos de acción y confrontación. Este nivel se refiere a la rebelión de las máquinas, cuando éstas quieren someter al hombre, ya sea por el mero deseo de hacerse con el poder, como en cualquiera de las entregas de Terminator o de The Matrix, o porque la lógica con las que fueron programadas, que tiene como uno de sus principios fundamentales buscar el bienestar del hombre, las lleva a la decisión de tomar el mando, por el propio bien del hombre. Así lo vemos en 2001: una odisea espacial, cuando Hal antepone como prioridad el éxito de la misión, antes que la vida de la tripulación; o en Yo, robot (Alex Proyas, 2004) en la que las máquinas sacan como conclusión que, como van las cosas, el hombre no está en capacidad de preservar el planeta y, por consiguiente, a sí mismo.

 

En el primer caso, el sometimiento para conseguir el poder en sí mismo, la lógica argumental no siempre es muy consistente y generalmente funciona sólo como el punto de partida para desarrollar otras ideas. En Terminator (James Cameron, 1984) se trata sólo de dar pie a una  confrontación básica entre dos antagonistas, ya sea hombre contra máquina o máquina contra máquina con el hombre de por medio; mientras que en The Matrix (Andy y Larry Wachowski, 1999) el sometimiento del hombre por parte de las máquinas funciona como alegoría a la automatización y la rutina casi inconscientemente  mecánica del hombre moderno. Pero en términos argumentales, el sentido de la rebelión de las máquinas en estos casos es simplemente prolongar y mantener su funcionamiento indefinidamente, ya sea eliminando al hombre, como en la saga de Terminator, o usándolo como baterías orgánicas, como en los de los Wachowski.

 

En el segundo caso, cuando las máquinas por el bien del hombre, paradójicamente, se van en su contra, las posibilidades de complejidad argumental y de reflexión sobre el hombre y sus asuntos se amplían considerablemente. En Yo, robot, se plantean las tres reglas de la robótica propuestas por Isaac Asimov en un libro publicado en 1950: la primera dice que un robot no puede herir a un ser humano y está obligado a protegerlo; la segunda afirma que un robot siempre debe obedecer al ser humano, excepto si, al hacerlo, entra en conflicto con la primera ley; y la última advierte que un robot debe protegerse a sí mismo, salvo  si con esto entra en conflicto con la primera o segunda ley. Dentro de todas las posibilidades de desarrollar la lógica de cualquiera de estas leyes es probable que algo no funcione bien, que procesadas y llevadas al extremo conduzcan a los robots a convertirse en ecologistas radicales, como en el filme de Proyas y el libro de Asimov, o al asesinato mismo por la intransigencia de una máquina de violar una ley suprema, salvar una misión, por ejemplo, como en la película de Kubrick.

 

El miedo en las máquinas

Resulta difícil no conmoverse con el niño de Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001) en su odisea por encontrar al hada madrina y recuperar el amor de su madre, pues este niño es la última generación de la robótica, una máquina con emociones y sentimientos humanos. Por eso identificarse con él es tan fácil como con cualquier otro niño del cine, porque en ningún momento lo concebimos como una máquina. Eso es culpa del sentimentalismo de Spilberg y  de un cierto esquematismo que siempre ha manejado en sus filmes. Otra cosa es lo que consigue Kubrick en su filme fundacional cuando nos conmueve casi con la misma intensidad, pero de manera inexplicable porque a lo que estamos asistiendo es a la desconexión de un computador, no a su muerte, ni a la de un ser humano. Sin embargo, cuando Hal le ruega a Dave que no lo desconecte, cuando reconoce sus errores y promete repararlos, cuando le dice que tiene MIEDO y empieza a cantar esa tonta canción demostrando su “humanidad”, es inevitable “sentir” algo por él, por esa máquina, lo cual entra en conflicto con cualquier lógica humanista. 

 

Pero es que aquí ya el conflicto hombre-maquina toma visos éticos y morales, es decir, el quinto nivel. Cuando el doctor Frankestein le da vida a su monstruo hace algo que connota una gran responsabilidad, porque dar vida no sólo es construir materia. Igual sucede con los robots creados, cuando no a imagen y semejanza del hombre, al menos con una conciencia que le permite pensar y discernir, no sólo en la existencia de las cosas sino en la suya propia. Cuando el replicante Roy le perdona la vida a Harrison Ford en Blade Runner, lo hace como el último gesto de esa humanidad que tiene y que no quiere perder. Mientras llora bajo la lluvia, lamenta todo lo que se perderá con su muerte y sugiere la angustia por no tener más tiempo para resolver unas preguntas existenciales que no son sólo privilegio del hombre: cuál es su identidad como máquina que piensa y siente o  cuál el sentido de su existencia además de servir al hombre.

 

En este sentido, Terminator 4: La salvación (McG, 2009), es una interesante vuelta de tuerca, aunque solucionada de manera un poco simplista. En este filme se da la posibilidad de una combinación entre máquina y hombre en la creación de un ser. Aquí hay un personaje que es una máquina pero que, como a Pinocho, un corazón lo hace humano, y en un momento dado ese ser tendrá que decidirse por uno de los dos bandos.

 

Es cierto que todo esto todavía hace parte de la especulación futurista y tecnológica, pero la ciencia ficción es un género que siempre le ha servido al hombre para cuestionarse sobre su esencia en la medida en que, a través de este género, está pensando y reflexionando sobre su futuro. Aunque en la relación con las máquinas estas reflexiones no van tanto dirigidas a lo que es el hombre en sí, sino a las consecuencias de sus acciones, y esto de crear vida y la responsabilidad que implica, que en la robótica parece tan lejano aún (aunque ya una máquina le haya ganado una partida de ajedrez a un hombre), en la clonación se están dando los primeros indicios de este conflicto que el hombre ya ha empezando a propiciar.

 

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